Diego Armando Maradona
En estos últimos días, tras la desaparición física de Diego, ciertamente asistimos a la confirmación de la etimología de la palabra ídolo: “Figura o imagen que representa a un ser sobrenatural y al que se adora y se rinde culto como si fuera la divinidad misma. Por la que se siente un amor o admiración excesivos”.
Eso representa, sin dudas, Diego Armando Maradona. Y para los que nos encanta el fútbol desde chicos y que -como en mi caso- debíamos conformarnos sólo con verlo y disfrutarlo, Diego encarnó absolutamente “el todo”.
A los que arañamos los cincuenta, nos pasa que Maradona se desplegó durante toda nuestra vida, lo que hace muy difícil pensar que ya no va a estar más.
En el consumo frenético de material posterior a su partida (Maradona tiene toneladas), escuché a chicos en la calle diciendo que nunca lo habían visto jugar y, sin embargo, lo tenían tatuado en partes de su cuerpo. Y un denominador común: “Por lo que me contó mi viejo”.
Y otro tanto cuando algún entrevistado deslizó: “Todos tenemos una historia con D10S”. Así escrito, con el diez reemplazando a las letras. En ese momento, me puse a pensar cuál era la mía y, si bien encontré varias, hubo una inolvidable.
En el secundario, yo estudié la carrera con la que te recibías -luego de cinco años- de algo llamado “Perito Mercantil”. Aunque nunca supe bien qué significado tenía eso, representó los años más complejos, los relacionados con la adolescencia.
Y la adolescencia, a la que se asocia con la “falta de algo”, en mi caso, estaba atada a cierta retracción social que se canalizaba en esforzarme para estudiar. En ese sentido, el saldo fue más que positivo porque, en esos años, donde las materias que cursabas se calificaban con puntos, yo dejé una buena imagen. En el paso por la secundaria, solamente fallé en una materia: Biología de segundo año, y el año fue 1986. Algunos ya se imaginarán de qué hablo…
En aquel entonces, se jugaba el mundial de fútbol en México, que se desarrolló entre 31 de mayo y el 29 de junio de 1986. México se convirtió en el primer país en celebrar dos veces una Copa del Mundo cuando el Comité Ejecutivo de la FIFA, tras una reunión en Estocolmo, Suecia, en mayo de 1983, decide sustituir la sede seleccionada en 1974: Colombia. Este país tuvo que declinar su designación en noviembre de 1982 ante la imposibilidad de cumplir con los requerimientos que dicha institución exigió para celebrar el evento.
Otro dato de relevancia de esta historia es que, meses antes de dar el puntapié inicial al torneo, México sufrió un tremendo terremoto que lo obligó a tener que trabajar contrarreloj para llegar a celebrarlo.
Argentina llegaba a este mundial habiendo pasado las eliminatorias con mucha angustia, y los especialistas de esa época aseguraban que “haría las valijas” -frase muy famosa en el mundo del fútbol- y que se volvería a casa en la fase de grupos. Como todo ser humano al que se le toca la moral, los jugadores reaccionaron a ese estímulo y, con Diego como abanderado, comenzaron a avanzar a paso firme hasta llegar a la final y a la increíble consagración como campeones del mundo.
Pero volvamos a mí, esta anécdota y la biología de segundo, que dicho sea de paso, fue una materia que, junto con matemáticas, o más precisamente con geometría, siempre me costó.
25 de junio de 1986, un miércoles frío en el que Argentina enfrentaba a Bélgica por las semifinales del campeonato en la tarde de México. Nosotros veníamos de jugar con Inglaterra, “la mano de Dios”, “el barrilete cósmico”, etc., pero no podíamos perder el eje porque, como alguien dijo por ahí, todavía no habíamos ganado nada. Bélgica, que era la revelación del torneo, había eliminado a España y era un escollo que todos planteaban como difícil de superar, aunque -como venía la albiceleste- no parecía un imposible. Digo esto y pienso que lo analizo ahora, treinta y cuatro años después. En ese momento, la tensión era absoluta.
Yo iba a la escuela por la mañana y la cosa era que al día siguiente tenía un examen de biología. Cadenas de cromosomas… y no sabía nada, solamente que jugaba la selección de Maradona. La formación frente al único televisor de la casa me tenía en el centro de la escena, con mis hermanos en los laterales, mi papá un poco más atrás con mi cuñado y mi vieja. Mi vieja… en la escalera que daba a la terraza, sin poder mirar de los nervios, escuchando una radio pegada en la oreja.
El primer tiempo terminó 0 a 0 y las dudas nos atacaron por todos los flancos. El entretiempo fue de tensión contenida para todos, mientras a mí me martillaba la idea de los cromosomas y que al día siguiente iba directo “al horno”. Todavía me resuena la pregunta retórica de mi mamá: -Walter, ¿vos estudiaste ya? -Termina y me pongo.
En esos pensamientos estaba cuando, a los seis minutos, Diegol convirtió el 1 a 0. Grito desatado y comienzo de otra fiesta. Y once minutos después clavó el segundo en lo que, para mí, fue el mejor gol del mundial, sacando la apilada a los ingleses.
Algarabía descontrolada, saltos y gritos. ¡Argentina en la final y con el mejor jugador del universo llevando nuestra camiseta! La sensación era que nada podía salir mal. Y así fue… Argentina campeón del mundo México 1986. Nuestra última vez y la que más gocé, porque eran épocas de ilusiones sin demasiados cuestionamientos.
Eso fue, a mi criterio, de los recuerdos más imborrables que tengo de Diego: un tipo que creció junto con nosotros y que se sentía como de la familia. Ah, al día siguiente reprobé el examen y se inició el derrotero que me llevaría a tener que rendir, en diciembre, la única materia que me llevé en el secundario. Pero si en ese momento importaba poco, imagínense por estos días en que homenajeamos al más grande, al que quedó en la historia, el D10S de cada uno de nosotros o, como dijo Galeano, “el más humano de los dioses”.