Siempre que me encuentro a las puertas de emprender un viaje, sea el destino que sea, por el tiempo que me vaya a quedar o la distancia que recorra, sé con seguridad que me voy a encontrar hablando con alguien o “alguienes” que, tarde o temprano, soltarán esa frase -que da la sensación que esperaron decir por mucho tiempo y que, por lo general, los emociona declamar-:

“Así que vas a… . Por favor, no te pierdas de visitar …….”.

¡Y el tono que utilizan! Es como que si no vas, tenés la sensación de que tiraste por la borda esa relación, que -si encima es fluída- esa persona estará esperando que vuelvas y le cuentes que sí, que fuiste a Zaraza y, además, estuvo increíble.

Yo odio a esa gente. ¡Esperen, esperen un poco! Antes de maltratarme en sus comentarios, quiero que entiendan que ese odio no es un odio como el que ustedes suponen. No es para tanto… Es más, nunca se lo transmito al interlocutor de turno porque tengo claro que es un problema de mi neurosis (bah, en realidad, a algunos con mucha confianza y que ya me conocen bien, se los digo) y que el otro lo hace con la intención de que uno pueda disfrutar de las mismas sensaciones.

Pero hay algo en todo eso que me hace ruido porque me genera un compromiso que no quería tener y porque me siento horrible si después no lo hago.

Cuando, repasando unas fotos de viajes para el blog, me encontré con las del Mercado de San Miguel en Madrid, pensé: Tengo que escribir sobre este lugar, porque para los que nos gusta comer es una experiencia increíble. Sin embargo, en el segundo siguiente, se me cruzó por la cabeza la famosa frase y me escuché diciendo: “Chicooos, si van a Madrid, no pueden dejar de ir al Mercado San Miguel”. Entonces cerré la carpeta y me fui a caminar.

Como hace un tiempo que estoy revisando estos problemas que tengo, con mi analista decidí: rompamos ese prejuicio y veamos qué pasa. “Hable del mercado si quiere”, me dijo el licenciado.

Habilitado, terapéuticamente hablando, me decidí a escribir la reseña.

Ubicado en Plaza de San Miguel 5, este histórico lugar era un mercado abierto en la época medieval, rodeado de puestos dedicados a la compraventa de productos artesanales. 

Bajo el gobierno de José Bonaparte, durante la ocupación francesa de los territorios españoles, se mandó derribar la antigua iglesia parroquial de San Miguel de los Octoes. Allí se planeó construir un mercado que llevaría el mismo nombre de la parroquia.

En 1809, era un mercado a cielo abierto especializado en la venta de pescado. El cerramiento fue construido, entre 1913 y 1916, bajo la supervisión del arquitecto Alfonso Dubé y Díez, inspirado en otros mercados europeos realizados en hierro al estilo del de Les Halles de París.

En 2009 y con la intención de que el mercado no muriera, un grupo de arquitectos y chefs formaron la sociedad El Gastrónomo de San Miguel, actual dueña mayoritaria del mercado. 

Allí se puede hacer las compras de cientos de productos frescos (por supuesto, que la estrellas siguen siendo los pescados y los mariscos), adquirir conservas y especias de todo el mundo y dar rienda suelta a nuestros instintos culinarios con el famoso “piqueo”.

Un par de barras estratégicamente ubicadas, circundadas por puestos que forman pasillos por donde podés pasear, tomar y comer. Aquí mi vicio es el vermut de grifo y hay un puesto que lo sirve y te lleva a otra dimensión.  Se trata de un lugar que vende aceitunas, ¡pero no cualquier aceituna!  Aceitunas del tamaño de una pelota de ping pong, y lo mejor, rellenas de lo que se te ocurra.  Se venden por unidad y se eligen mirando la vitrina como si se tratara de bombones.  

Y sí, a esta altura, ya se me hizo “agua la boca”. La combinación de los productos (olivas y rellenos) y el amargor del vermut es maridaje perfecto. Casi como si hubieran nacido el uno para el otro…

Cuando tengo oportunidad de visitar Madrid, es una posta irrenunciable. Tanta devoción siento por el mercado y su vermut que me obliga a traicionar mis principios y transformarme en un converso para decirles: ¡El Mercado San Miguel no te lo podés perder!

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Me llamo Walter Petina, soy argentino, porteño y tengo 48 años. Tengo una hija de 12 años que sin dudas es el máximo logro de mi vida. Se llama Miranda (como el personaje de la “Tempestad”, de William Shakespeare) y, más allá de que sea mi hija, es un ser humano increíble. De chico y gracias a mi viejo, conocí el valor del trabajo y cómo llevar adelante un negocio. Desde hace casi veinte años, soy empresario en el sector del software y el hardware, y dediqué prácticamente toda mi vida laboral a la comercialización de productos. Trato, todo el tiempo, de mantenerme incentivado con nuevos proyectos, porque pensar y hacer nuevas cosas me trae la energía que necesito para levantarme todos los días muy temprano y con muchas pilas. Este blog es un nuevo desafío que encaro con la misma voluntad y dedicación que todo los otros. ¡Gracias!

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