Una promesa entre hombres es cosa seria. Y un juramento es ley.

Estábamos en diciembre de 2018, celebrando el fin de año de la empresa.  Como por suerte todos los integrantes del staff somos de “buen diente” (algunos más que otros, pero no vale abrir juicios de valor en esta instancia), fuimos a comer a un restaurant que tiene su casa central en Barcelona, y que también están en Madrid y Valencia.

Se trata de Sagardi, gastronomía euskadi, o como ellos mismos se hacen llamar, “Embajadores de la gastronomía vasca”.

En ese momento, fuimos a degustar “los pinchos”, una barra repleta de tapas bien ibéricas, de productos que algunos pensamos que son hechos por dioses de la cocina. Casi en su mayoría, tienen como base una rodaja de un exquisito pan tipo baguette. A pesar de que hay mesas convencionales, para mí, la onda está en comer en unas mesas comunitarias con unos taburetes que te hacen sentir como si estuvieses en el mercado San Miguel o en la Boquería.

Entre el tapeo, está el de jamón serrano sobre una pasta de tomate y alioli que es mi preferida, sin dudas, aunque no se quedan atrás las de tortilla o la clásica chistorra a la sidra. ¡Verdaderamente un manjar!

En aquella oportunidad, yo oficié de guía ya que había tenido el privilegio de ir varias veces al local en Buenos Aires (se encuentra en San Telmo, justo en enfrente de la iglesia de que da nombre a este histórico barrio de la Ciudad de Buenos Aires).

Todos quedaron más que conformes con la comida y la bebida, y pudimos brindar como el grupo que somos y desearnos buenos augurios para el año que estaba por arrancar. En algún momento que no tengo muy presente, uno de mis compañeros se acercó a la parrilla que está en la entrada y le llamaron poderosamente la atención unos bifes de carne vacuna gigantes y, ahí nomás, pregunté de qué se trataba. El parrillero indicó que era el famoso Txuleton, que argentinizado sería “El Chuletón”.

Se trata de carne de vaca que pasa por un periodo de estacionamiento que va de los quince días a los seis meses, a una determinada temperatura. Aquí la carne sufre un proceso de “descomposición controlada” que la deja en un estado que, luego de ser sometida a los fuegos y llevarla a la mesa, supuestamente hace que uno entre en otra dimensión de la gastronomía.

Con esa venta, los cuatro que estábamos ahí -cual mosqueteros de D’artagnan- nos juramentos volver por nuestra vaca vieja vasca. Tardamos casi un año, pero finalmente volvimos. Y con una mezcla de excitación y ansiedad, nos volvimos a sentar en aquellos taburetes.

Consultamos y nos dijeron que la cocción tardaba unos quince minutos, tiempo suficiente para rememorar algunos pinchos, como para no olvidar de qué se trataba e ir entreteniendo a la panza.

Veinte minutos después, llegó el primero (pedimos dos cuando nos dimos cuenta que uno iba a saber a poco) y, al cortar el primer bocado, todo lo que habían prometido se hizo realidad en nuestra bocas. A esta altura, debo confesar que para dar cuenta de este plato, además de que te guste la carne de vaca, tenés que poder comer carne casi cruda y con bastante sal gruesa por encima. Si eso no es un impedimento, el resto del placer está garantizado. Esa carne se corta casi con el tenedor y tiene un gusto que le entrega la parrilla al carbón que, junto con el proceso de estacionamiento, la hacen un plato único. A tal punto te digo esto que, desde lo personal, sentí profundamente y como una blasfemia en el altar culinario haber pretendido acompañar a esta carne con unas patatas bravas y unos pimientos del piquillo.

No gente, ¡no lo hagan! Este manjar no se lo merece. Solamente es digno, en esta comunión gastronómica, que sea bendecido con vino, que por cierto, degustamos satisfactoriamente cuando elegimos un malbec del Valle de Uco, llamado Acero.

Dimos cuenta del segundo chuletón y finalizamos con unos postres muy interesantes, pero que voy a dejar para otro momento. Simplemente, quiero que se queden con el relato de este plato tradicional de la cocina vasca y les deseo, de todo corazón, que se animen a visitar Sagardi y probarlo.

Se los juro. Y recuerden que un juramento es ley.

Artículo anteriorCAPÍTULO IV
Artículo siguienteAfortunado en el juego
Me llamo Walter Petina, soy argentino, porteño y tengo 48 años. Tengo una hija de 12 años que sin dudas es el máximo logro de mi vida. Se llama Miranda (como el personaje de la “Tempestad”, de William Shakespeare) y, más allá de que sea mi hija, es un ser humano increíble. De chico y gracias a mi viejo, conocí el valor del trabajo y cómo llevar adelante un negocio. Desde hace casi veinte años, soy empresario en el sector del software y el hardware, y dediqué prácticamente toda mi vida laboral a la comercialización de productos. Trato, todo el tiempo, de mantenerme incentivado con nuevos proyectos, porque pensar y hacer nuevas cosas me trae la energía que necesito para levantarme todos los días muy temprano y con muchas pilas. Este blog es un nuevo desafío que encaro con la misma voluntad y dedicación que todo los otros. ¡Gracias!

Contestar

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.