El sábado pasado, tuve la oportunidad de vivir una experiencia culinaria increíble.

Me invitaron a un lugar sin decirme de qué se trataba y ni siquiera me dieron el nombre, como para que no me tiente a googlear.

La cita era a las 20 h y solamente consulté cómo debía ir vestido, no fuera a ser cosa que me mande en jean y zapatillas, y terminara siendo un lugar de etiqueta. La respuesta fue “informal” y hacia allí nos dirigimos. La otra cuestión que se me informó es que, al lugar, únicamente se accede con reserva previa y que hay dos turnos: 20 y 22:30 h.

Llegamos en el primer turno puntuales y la puerta de entrada estaba cerrada. Tocamos timbre, pero al girar la cabeza, nos dimos cuenta de que un gran número de personas estaba detrás nuestro y no precisamente esperando el colectivo.

Mi curiosidad crecía minuto a minuto y, para sorpresa de mi acompañante y lejos de amilanarme al abrirse la puerta y escuchar -del otro lado- decir “adelante”, me mandé primero con una falta total de respeto de la que me hago cargo. Pero ya era tarde para retroceder y, como reza el dicho, “más vale pedir perdón que pedir permiso”.

Al entrar, me encontré con un ambiente decorado al estilo japonés que ya me predispuso con una alta expectativa. Luego, el saber que contaban con una barra y que allí mismo se preparan los platos me indicó qué lugar debía ocupar en el recinto.

Nos sentamos y observé en la propia barra que había una hilera interminable de muñecos de diferentes dibujos animados: Pokémon, Dragon Ball Z y uno de mi época, ¡Astroboy!

Allí me enteré, por el mantel de papel debajo del plato, que el lugar en cuestión se llama “Niño Gordo”, y para un niño gordo como el que yo llevo dentro, ¡qué mejor que dibujos animados y comida!

Al instante, llegó un señor a atendernos (debo decir que el nivel de dedicación de todo el personal es más que óptimo) y nos contó que “esta es una parrilla asiática, que no hay entradas y platos principales, sino que todo tiene más o menos el mismo tamaño y que, para probar varios platos del menú, conviene compartir”. Como buen niño gordo, me cuesta compartir, pero acepté el convite.

Arrancamos con unos tragos que, como introducción, fueron de gran impacto. Un Negroni, pero con el agregado de Jack Daniels y un Bloody Mary con wasabi que le dio un picor al tomate que calentó motores… 

La selección de la comida no pudo ser mejor y los platos llegaron en este orden:

  • TATAKI DE BIFE + YEMA + WAZABI + SHISO: ¡Un paraíso terrenal! Arroz de sushi con unas lonjas de carne y, en el centro, una yema de huevo que había estado previamente macerada en salsa de soja.  Al picar con el palito la yema y que deslice por toda la preparación, se sumó el wazabi a la mezcla y el mundo cobró sentido.
  • PESCA PLANCHA: La pesca del día que -en este caso- fue merluza, acompañada de un puré soft de zanahoria y pickles, y al costado del plato, una preparación de ajo negro.
  • SOPA DE OSOBUCO + TENDÓN + FIDEOS + HONGOS: Los clásicos noodles, con el osobuco (¡incluído un caracú!) y hongos.  Extraordinario el punto de la carne y un caldo bien especiado.

Hasta ahí, lo pedido inicialmente. 

No recuerdo con precisión si fue entre el segundo y el tercer plato que sufrí un “amor a primera vista”. Ya les dije que estaba sentado a la barra y que, en ese lugar, se cocinaba y se preparaban los platos. Todo bien. El señor que trabajaba frente a mí dispuso, en una tabla, ocho rodajas de pan brioche tostado, dorado y humeante. Con precisión de relojero suizo, agregó a cuatro de esos panes una salsa oscura y espesa (luego supe que se llamaba tonkatsu), y una mayonesa especial a los otros cuatro. Más tarde, llegaron del interior de la cocina cuatro milanesas cuadradas que -me contaron- eran de bife de chorizo y que el maestro, en estado zen, ubicó, una a una, encima del brioche que tenía la mayonesa. Luego, levantó la otra tapa dejando caer parte de la salsa en la milanesa y apoyo el pan sobre la carne. Un quirúrgico corte al medio y el resultado es KATSU SANDO, o la japo milanga como le dicen por ahí.

Si ustedes también son un niño gordo como yo, sabrán que agregué este plato para finalizar la faena. Y debo decirles que hay en mí un antes y un después de probar el Katsu Sando.

Para el anecdotario queda que no llegamos con espacio para el postre (¡aunque no me arrepiento de nada!), el vino que tomamos, el baño con un lavatorio con cabeza de dragón y la banda de sonido de dibujos animados de todos los tiempos que sonaba ahí dentro.

En definitiva, una experiencia altamente recomendable por donde se la mire y para sacar El Niño Gordo que hay en vos.

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Me llamo Walter Petina, soy argentino, porteño y tengo 48 años. Tengo una hija de 12 años que sin dudas es el máximo logro de mi vida. Se llama Miranda (como el personaje de la “Tempestad”, de William Shakespeare) y, más allá de que sea mi hija, es un ser humano increíble. De chico y gracias a mi viejo, conocí el valor del trabajo y cómo llevar adelante un negocio. Desde hace casi veinte años, soy empresario en el sector del software y el hardware, y dediqué prácticamente toda mi vida laboral a la comercialización de productos. Trato, todo el tiempo, de mantenerme incentivado con nuevos proyectos, porque pensar y hacer nuevas cosas me trae la energía que necesito para levantarme todos los días muy temprano y con muchas pilas. Este blog es un nuevo desafío que encaro con la misma voluntad y dedicación que todo los otros. ¡Gracias!

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