-Momentáneamente, el aeropuerto permanecerá cerrado por problemas climáticos -dijo el altoparlante o, al menos, eso parecía ya que su sonoridad dejaba bastante que desear.

Eran las 12:45 y estábamos en el aeropuerto de Brasilia, luego de asistir a un congreso sobre recipientes plásticos. Teníamos un vuelo que partía, supuestamente, a las 15:30 con rumbo a San Pablo, donde haríamos la última conexión hacia Buenos Aires a las 19:00.

Todo tranquilo, nada de que preocuparse… aparentemente.

Al cabo de un rato no demasiado preciso, y en virtud de mis anteriores demoras en aeropuertos, me dirigí al mostrador de embarque.

-Señorita, ¿le puedo hacer una consulta? -dije en el mejor portugués del que dispongo-. Tengo un vuelo San Pablo-Buenos Aires que sale a las 19:00 y el aeropuerto sigue cerrado. ¿Usted cree que llegaremos?

-Sí, señor, quédese tranquilo.

No sé ustedes, pero a mí me pasa que si alguien me dice que me quede tranquilo, provoca en mí el efecto diametralmente opuesto.

Enrique, mi compañero de trabajo y ocasional socio en esta espera (por cierto, debo aclarar que al ser un viaje de trabajo, claramente le quitaba hasta la chance de enmarcarlo en el punto negativo de unas “vacaciones soñadas”), también comenzó a inquietarse.

En el lapso de las siguientes dos horas, el aeropuerto se reactivó, pero nuestro vuelo no. Supongo que estarán pensando que cuando las cosas no empiezan bien, suelen terminar peor. Y si no lo pensaban, se los digo: esto recién estaba iniciando.

Se hicieron las 15:30, las 16:00, las 17:00 y las 18:00. Finalmente, a las 18:30, el vuelo salió.

Todos los que estábamos ya listos en nuestros asientos y teníamos conexiones, sabíamos con seguridad que, al llegar al próximo aeropuerto, perderíamos el siguiente avión.

Uno empieza, por un lado, a instalar esa idea en la cabeza y, por otro, a no aceptarla. Supongo que esa dicotomía no hace más que desgastarnos, además de empezar a tornarnos un tanto irascibles. Por esta ambigüedad de la que les digo somos presa, es que estando aún en el aire a las 20:00, nos mirábamos buscando la complicidad de pensar: “por ahí, el otro vuelo también se demoró…”. ¡Ojalá!

Sí, tienen razón. Nada de eso ocurrió en verdad. Lo que sigue fue una peregrinación al mostrador de la aerolínea para ser parte de una hilera lo suficientemente larga como para saber que este estadío tampoco sería sencillo de pasar.

Pese a algunas discusiones -perdidas antes de darlas- por intentar que nos pongan en otro vuelo, comenzó el trámite de llevarnos a un hotel. Junto con nosotros dos, sumaron a un tercer pasajero que tenía el mismo vuelo a Buenos Aires y que formó parte del equipo.

A mí siempre me toca alguien que lo toma con mejor filosofía que yo, del tipo de: “bueno, vamos a ver a dónde nos llevan” y “yo voy a pedir que me den unos vouchers para una cenita y listo el pollo”. No puedo negarles que esas actitudes me generan una mezcla de admiración y ganas de cagar a trompadas a la persona.

Una camioneta nos esperaba a la salida del aeropuerto, con la intención de trasladarnos al hotel donde pasaríamos la noche.

Llegamos a un lugar al que podría describir, sin ánimo de exagerar, como un motel a la vera de la ruta, de esos de las películas donde el junkey se encierra a drogarse en una habitación, con la prostituta de turno. En la entrada, una escalera de no más de cuatro peldaños hacia una recepción en la que en un televisor gritaba un concurso de preguntas y respuestas.

El conserje nos recibió a los tres con cara de pocos amigos y, al indicarle acerca de nuestra procedencia, nos respondió con un seco: “no tenemos lugar”.

Enrique, en un acto reflejo, corrió hasta la puerta y, al grito de “¡alto!”, detuvo al chofer de la camioneta que, luego de haber bajado el equipaje, se disponía  a partir raudo con rumbo desconocido.

A esta altura de los acontecimientos, la desazón y el hambre jugaban carreras para ver quién llegaba primero al siguiente destino. Desde el handy, le modularon al conductor que teníamos asignado un nuevo hospedaje.

Para darnos ánimos, le dije a Enrique -llegamos y pedimos servicio de cuarto. Seguro que algún sandwich vamos a conseguir.

Anduvimos por más de media hora hasta llegar a lo que parecía un complejo de hotel all inclusive y parques acuáticos. El problema era que el lugar se había quedado detenido en los años setenta. El esplendor de lo que fue, pero ya no.

El dato más certero fue el letrero luminoso que nos recibió en la puerta y al que, además de que encendía intermitentemente, le faltaba el setenta por ciento del acrílico, lo que desnudaba -en su interior- una seguidilla de tubos de luz rotos.

Estábamos entregados y pensando en que solamente era una noche. La consigna seguía siendo un refrigerio rápido, baño y a la cama. Eso hizo que pasaramos por alto la alfombra raída de ingreso al establecimiento.

Un nuevo conserje mucho más jóven que el anterior nos recibió con las mismas ganas con que uno se levanta un lunes para ir al laburo. Luego de completar la ficha de ingreso y dar las indicaciones acerca del desayuno y el Wifi (que únicamente funcionaba en el lobby), el muchacho se aprestaba a darnos las hurras hasta la mañana siguiente, cuando le dije -disculpe, ¿para comunicarse con el room service?

No sé si atribuirlo al cansancio, pero yo vi dibujarse una sonrisa en aquel rostro regordete, al mismo tiempo que me decía: “no tenemos servicio de cuarto”.

Respire hondo, miré a Enrique y no me quebré porque, al mismo tiempo, por el costado del ojo, divisé a mi izquierda una máquina expendedora de snacks.

Me acerqué, introduje un billete y presioné el número 24, con la misma tensión con que el presidente de Estados Unidos presionara el botón “rojo” si, en algún momento, considerara la chance de volarnos por el aire.  Un ruido interno de lo que parecía ser el mecanismo que movía la máquina se accionó. Llevó el paquete de papas fritas seleccionado hasta el frente de vidrio de la expendedora y, cuando me dispuse a agacharme para recogerlo, oí como aquel ruido metálico no finalizaba con el  producto en la boca de salida. Las papas se habían quedado inmóviles y nada haría que se moviesen.

Una nueva mirada al joven y sus ojos impertérritos me dieron la señal de que la respuesta iría por el lado de la negativa.

Presioné otro botón que se encontraba al lado derecho del aparato para que me reintegrara el dinero colocado. Para mi sorpresa, en lugar del billete, salieron expulsadas cual máquina tragamonedas una infinidad de monedas que, resignado, junté del piso.

Enrique y yo tomamos nuestros bolsos y rumbeamos hacia el cuarto para darnos un baño y dormir.  Debo confesarles que esperaba que no hubiese agua caliente. ¿Por qué sucedería lo contrario? Pero lo que estaba completamente fuera de libreto eran las sábanas de las camas. Las de Enrique, rotas; y las mías, con manchas de algo a mitad de camino entre fluidos humanos y aceite de oliva…

Lo que sigue fue dormir con la ropa puesta y en posición “cadáver dentro de un féretro”, para evitar cualquier contacto extra con la ropa de cama. Al alba, salimos disparados a buscar un desayuno fuera de ese lugar y esperar, en la ciudad, el horario para tomar nuestro vuelo, que finalmente nos devolvió a casa.

Mientras redacto esta crónica de viaje, me acuerdo de que una vez escuché a Jerry Seinfeld decir que “drama + tiempo = comedia” y creo que este relato se ajusta perfectamente a esa máxima. 

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Me llamo Walter Petina, soy argentino, porteño y tengo 48 años. Tengo una hija de 12 años que sin dudas es el máximo logro de mi vida. Se llama Miranda (como el personaje de la “Tempestad”, de William Shakespeare) y, más allá de que sea mi hija, es un ser humano increíble. De chico y gracias a mi viejo, conocí el valor del trabajo y cómo llevar adelante un negocio. Desde hace casi veinte años, soy empresario en el sector del software y el hardware, y dediqué prácticamente toda mi vida laboral a la comercialización de productos. Trato, todo el tiempo, de mantenerme incentivado con nuevos proyectos, porque pensar y hacer nuevas cosas me trae la energía que necesito para levantarme todos los días muy temprano y con muchas pilas. Este blog es un nuevo desafío que encaro con la misma voluntad y dedicación que todo los otros. ¡Gracias!

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