Mañana de octubre. Once y veintiséis. Octavio lleva una semana estrenando sus setenta y un años. Tiempo de balance. Horas de recuerdos.
Se acerca a la ventana de su despacho, la abre de par en par, y una leve brisa de un día típicamente primaveral, le eriza el vello de sus brazos en manga de camisa plegada.
Se asoma al balcón “francés” y sin pensarlo con su mano izquierda, la menos hábil, e imitando casi el movimiento de un lanzador de disco olímpico, arroja su agenda perpetua que lo acompañó en los últimos veinticinco años.
El tomo describe una rara parábola en el aire, durante la cual a Octavio se le cruzan un montón de imágenes.
Las inscripciones de la portada hablan acerca de su nombre completo, su dirección y teléfono, su grupo sanguíneo etc. Y un casillero que durante todos estos años permaneció vacío: En caso de urgencia llamar a…
Las sensaciones se atropellan en su mente. En la estrepitosa caída al vacío, de la agenda, Octavio piensa lo que brotará del interior de su acompañante de cuero caoba. Las recetas del médico visitado la semana anterior, ese que le sugirió que empezara a tomar vinagre de manzana para combatir la acidez frecuente. Tarjetas de clientes que estaban clasificadas por orden alfabético en el tarjetero lateral. El tríptico de la exposición del Museo de Arte de San Pablo, a la que asistió en su último viaje por trabajo.
Ese viaje. Al que comenzó negándose a asistir primero y al que accedió finalmente por la gestión de su amigo y colega el licenciado Rivera.
Ese viaje y esa exposición a la que fue el día previo a dar su charla en el marco del intercambio entre las asociaciones de contadores públicos de Buenos Aires y San Pablo. “Teoría de los pasivos” una de sus especialidades.
Se abrió la puerta del ascensor, consultó por el lugar donde se servía el desayuno. Si bien ya había estado en el hotel antes lo había olvidado. Al pasar delante de una mesa redonda que estaba cubierta por un mantel de color morado, se detuvo en la pila que tenía los tripticos de la exposición.
Tomó uno y se dirigió al interior del comedor. Informó el número de su habitación a la chica, que toda vestida de negro y con una sonrisa de oreja a oreja esperaba detrás de un atril. Luego de franquear este obstáculo, se dirigió a una mesa apartada cerca del enorme ventanal que daba a la calle.
El estruendo de la agenda al golpear en la vereda lo sacó de sus pensamientos. El golpe contra las baldosas terminó por abrirla y todos los papeles sueltos quedaron esparcidos en derredor a ella.
Cayeron también las fotos sepia de su hermana muerta cuando él era apenas un bebé, la del abuelo Mateo en la puerta de entrada de su ferretería y los dos sillones restaurados por la prima Evelia. Por lo demás un trozo de papel mal cortado y la inscripción Mendez 4871-9623 (techista).
El calor del sol que entraba por el ángulo izquierdo de la ventana lo devolvió a San Pablo y al ómnibus que lo acercó al museo. Su rostro casi estaba pegado a la ventanilla en aquella tórrida mañana de finales de octubre de hacia casi diez años.
Descendió en el lugar justo gracias al invalorable aporte del gerente del hotel que le había hecho un plano del recorrido y al alejarse el ómnibus, descubrió toda la imponencia del museo que se encontraba enclavado en la vereda opuesta.
Cruzó por la esquina y tuvo que trotar el último tramo previo a que nuevamente abriese el semáforo.
No sabía muy bien por qué pero la exposición “Realismo Capitalista e Outras Histórias Ilustradas” le había llamado poderosamente la atención y si bien no era un bicho de museo no dudó un segundo en ir. Tampoco se explicaba porque llevaba tan apretado el tríptico en su mano derecha, como si tuviese terror de perderlo en el camino. Lo advirtió con una mueca de sonrisa interior cuando casi se lo tuvo que despegar de la palma para revisar el nivel en donde se encontraba la muestra.
Subió las escaleras y llegó a la entrada del nivel tres, donde se encontraba la expo. Caminó por entre las obras y se detuvo en una que le llamó mucho la atención.
Se trataba de una obra de Sigmar Polke denominada “Kandinsdingsda”
aparentemente una copia del artista Vasili Kandinski pero intervenida por Polke.
No llegaba a descifrar por qué pero había algo que lo mantenía inmovil delante de ese cuadro.
Mientras se encontraba en este trance, su mirada lateral, o más bien sus sentidos advirtieron la presencia de otro ser humano que le imitaba en postura y acercamiento a la pintura.
Su perfume era una mezcla de cigarros negros y bourbon, ¿o tal vez no fuese su perfume?.
“Uma verdadeira obra de arte, meu amigo. Estou feliz que você também pode valorizá-lo”, comentó.
Octavio giró su cabeza para encontrarse con un hombre que tenía el aspecto de ser alguien entendido, aunque a juzgar por su aspecto y la ropa que llevaba podría haber pasado tanto por un escultor como por un albañil.
Yo me llamo Romeo Barenal, dijo. Disculpe mi español tan malo.
No es problema, dijo Octavio. Y dió media vuelta con rumbo vaya a saber donde.
Mientras se alejaba de la obra y al mismo tiempo de la figura de Romeo, que aún seguía proyectando su sombra delante del paso apurado de Octavio, producto del sol pleno que ingresaba por los ventanales del museo, pudo sentir sus propios latidos. Sus palpitaciones.
Lo primero con lo que se topó, casi que se llevó por delante, fue la tienda que se dedica a vender libros de las muestras, de artistas consagrados y no tanto, souvenirs y serigrafías.
Justamente allí se dirigió Octavio, a la batea que tenía las réplicas de diferentes obras con la idea de adquirir una de “Kandinsdingsda”.
En eso estaba, pasando los diferentes bastidores, cuando una mano enorme se apoyó en el otro lado de la batea. La suya quedó tiesa y ya no pudo mover más cuadros. Los siguientes fueron impulsados con gracia incalculable por esa mano izquierda que llevaba muchos anillos y un tatuaje de una rana en el nudillo del dedo anular.
Si bien no preguntaba nada, había en su movimiento una pausa que indicaba que dejaba que Octavio admirara cada realización. Como diciéndole, “déjate llevar, yo te conduzco”.
Pero Octavio recobró la respiración y volvió a alejarse. Lo siguiente que recordó fue subirse al primer ómnibus que vió al salir a la avenida y que lo llevó a deambular varias horas por San Pablo hasta poder encontrar la ruta de vuelta al hotel.
Una mala cena, un peor dormir y una disertación en la que se lo vió realmente incómodo.
La última noche en el cuarto de ese hotel se la pasó llorando. Llorando sin consuelo y seguramente sin remedio.
El ladrido de un perro que ahora meaba la agenda sin piedad, lo sacó de su inesperado balance.