Capítulo I: El campo

-Augusto! ¡Augusto! ¿Dónde se metió este chico?

La voz del doctor Enrique Urquiza se escuchaba tal y como era: firme y profunda.

-Augusto Enrique Urquiza Sebreli, ¡lo estoy llamando carajo! volvió a insistir el hombre, ahora más como si estuviese en la cuadra de un destacamento que en su propiedad. Cuando el padre de Augusto estaba enojado, le decía a sus dos hijos varones por el nombre completo. Con los dos apellidos y todo…

-¿Qué pasa Quique? se escuchó ahora desde dentro de la casa a Felicitas. ¿Por qué gritas tanto?

-Nada Fefe, tranquila. Otra vez tu hijo mayor que se aleja del casco y no escucha palabra. Lo estoy llamando porque recién Roberta me consultó si servía la mesa. ¡Augustoooo!

Augusto se sobresaltó esta vez al oír la inconfundible voz de su progenitor, máxime cuando escucho su nombre completo. Con los dos apellidos y todo…

Recién en ese momento se percató de lo frías que estaban sus piernas. ¿Cuánto tiempo llevaba sentado en la rama de ese ceibo? Horas. Era el tiempo que dedicaba a contemplar el paisaje. Era lo que más le gustaba de ir a pasar días al campo “de su papá”, y así lo remarcaba en su cabeza desde que tenía memoria. Ahora tenía diez años y estaba a…

Hoy es 17 de mayo, de un otoño fresco de 1979 con lo cual faltaba menos de un mes para que Augusto el mayor de los hijos de la familia Urquiza-Sebreli cumpliera los diez primeros años.

-¡Augusto! era la voz de su madre la que se oía ahora, casi desgañitándose.

-Voy, dijo apenas como una exhalación. Se dió cuenta que nadie, absolutamente nadie lo oía y carraspeando un poco levantó el volúmen. ¡Voy!

De un salto cayó con los dos pies juntos y las piernas afirmadas en el piso. Un colchón de hojas amarillentas y ocre lo esperaban en el aterrizaje y el crujido de estas lo terminaron de sacar de su ostracismo. 

Comenzó a caminar en dirección a la casa, como siempre con una rama en la mano que había levantado al comienzo del recorrido. Al salir de la espesura se encontró con la zona donde el pasto ya estaba cortado a ras y con los ciruelos y durazneros que hacían una especie de semicírculo en torno a la casona.

En la puerta lo esperaba su padre con gesto adusto. Acostumbrado al manejo de gente desde muy joven, el doctor trataba a su hijo como si fuese un peón más.

-¿Se puede saber dónde te habías metido che? Hace más de veinte minutos que te estoy gritando. Pase para adentro a lavarse las manos ¡mocoso!

La entrada principal a la casa tenía una sola posibilidad de acceso y esa estaba ocupada por su padre, pensó Augusto. Esto suponía que debía pasar por allí y esperar una reprimenda por haber hecho esperar al “jefe de la familia”. Por otro lado, la mirada desaprobatoria de su padre no auguraba un final feliz para la historia.

Sopesó sus posibilidades. Tenía ingreso por el flanco derecho. Si pasaba caminando era una presa fácil para los largos brazos del doctor Urquiza, lo cual lo dejaba a merced o bien del tirón de su oreja izquierda o bien del sopapo. La única chance de salir airoso, traspasar el umbral y arrojarse a los brazos de su madre, que al alcance de su vista estaba sentada en el sillón de pana azul del living tejiendo, era correr con todas sus fuerzas y bien pegado al lado derecho de la arcada.

Mientras su padre no le quitaba la vista de encima y cual torero al momento de la verónica, rotaba sutilmente su cuerpo hacia la izquierda para quedar chanfleado hacia adentro de la casa, Augusto pareció tomar carrera y emprender la marcha.

Para ese momento, como en esas tomas cinematográficas en cámara lenta, giró su cabeza hacia la izquierda y vio como pasaba delante de su padre que ahora giraba más su cuerpo y mientras lo inclinaba adelantaba una de sus piernas como si algo se le hubiese caído.

Augusto miró al frente y divisó la puerta de entrada y su triunfo, cuando sintió un estiletazo por detrás, más precisamente en su trasero. Algo que hizo que tuviese la sensación de despegar levemente del suelo cual si fuera un levitador en plena función circense. Y no se equivocó: Su padre le asestó una soberbia patada en el culo.

-¡Para que aprenda a escuchar, carajo!

Contuvo el llanto, la bronca y el dolor y se metió raudo en el baño que estaba debajo de la escalera de acceso a las habitaciones. Sabía de sobra que no podía hacer aspavientos delante del doctor y mucho menos ir hacia su madre.

No es que fuese adivino, ya lo había intentado en alguna otra oportunidad con consecuencias mucho más graves para él. Si bien su padre no era un hombre de estar levantándole la mano a sus hijos permanentemente, Augusto tenía varias de estas anotadas en su haber.

-Lo mismo le pasa a Santiago – pensó. Pero es más vivo que yo. Siempre está atento a lo que quieren papá y mamá. ¡No sé cómo hace!, masculló mientras terminaba de secarse las manos y algunas lágrimas que no pudo evitar que afloren.

Cuando salió del interior del baño, oyó que el resto de la familia ya estaba en la mesa. Como siempre el doctor a la cabecera, a su derecha su esposa, a su izquierda su suegra Teresa, Tati o abu para él. Al lado de su madre, Santiago y la silla que estaba reservada para él al lado de su abuela.

-Roberta, pueden servir- dijo Felicitas con buen tono, al ama de llaves que esperaba por detrás. Como siempre.

-Ya doy aviso en la cocina señora, respondió lacónica la empleada.

-Cuando termine con eso, suba y verifique que la bebé siga durmiendo por favor.

-Sí señora Fefe, tal y como le decían todos los empleados de la estancia. ”Señora Fefe para servirle” era el complemento.

-Fefe, mañana los llevaré de vuelta a Buenos Aires. Tengo que volver para estar temprano el lunes que me están entregando semillas y la última vez a Hilario le dejaron cualquier cosa.

-Como a vos te parezca mi vida. Dijo dulcemente Felicitas, como siempre trataba a su esposo.

La cena transcurrió sin mayores comentarios, como ocurría habitualmente en la casa de los Urquiza. El diálogo no era algo que se diera de modo natural, salvo cuando el matrimonio conversaba a solas.

Más de una vez Augusto había caminado por los pasillos, sobre todo del departamento de Rodríguez Peña para escuchar conversar de madrugada a sus padres.

De hecho todavía resonaba en su cabeza la frase de su madre de la semana anterior.

-Tenés que consultar por esos dolores de cabeza Quique.

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