El borde exacto de lo real

A veces, cuando camino de noche por San Telmo—ese laberinto de persianas bajas, veredas levantadas y murales que envejecen como si también tuvieran turno en la carnicería—siento que la ciudad me está soñando a mí. No es misticismo ni borrachera tardía; es una modesta sospecha: que hay una frontera porosa entre lo vivido y lo imaginado, y que cruzarla no exige pasaporte, apenas un cambio de respiración.

La primera vez que lo pensé volvíamos con Lucía de la guardia del hospital. Era el invierno del 2020 y el país era una sucesión de cifras que nos rebalsaban los bolsillos de camisolín. Ella había dormido dos horas, yo ninguna. Al cruzar Independencia, un vendedor ambulante se quedó mirando la bolsa de pan que llevaba y me dijo: “¿No le parece que estamos dentro de un sueño ajeno, doctor?”. No soy médico, pero él decidió que sí. No supe qué responderle, quizá porque su pregunta era mejor que cualquier respuesta. Meses después, cuando Lucía ya no estaba, caminé por la misma esquina y el vendedor había desaparecido. Nadie lo recordaba. 

Un sueño del sueño, pensé, una doble exposición. Desde entonces cultivo esa sospecha como quien riega una planta rara: a veces da flores imposibles y a veces solo hojas silenciosas.

No escribo estas líneas para demostrar nada sino para ordenar. El ensayo es una forma de caminar con ideas; el relato, una manera de que las ideas encuentren una silla. Lo que sigue es un viaje de un hombre común por una ciudad que podría ser cualquier ciudad, y por una época que—si me apuran—se parece demasiado a la nuestra.

Las tardes tienen una luz que le perdona todo a Buenos Aires. A esa hora me siento en un bar con nombre de almacén antiguo, pido un café que pagará mañana mi tarjeta y abro una libreta donde dibujo mapas. No mapas reales, sino cartografías íntimas: lugares que existieron solo una vez, frases que me dijo mi padre en el taxi cuando yo tenía ocho años, el olor a trementina en el taller del viejo letrista que pintó los carteles del mercado. Son mapas para no perderme del todo cuando el mundo insiste en mover las esquinas de lugar.

Si soy honesto, lo que busco en esos mapas es el borde exacto de lo real. Lo real, lo de todos los días—el boleto del colectivo, la inflación como una humedad que sube por las paredes, la navaja del alquiler en la garganta—parece incuestionable. Pero hay momentos en que algo se abre, una rendija, y por esa rendija entra otra luz. No la que fotografían los turistas, sino una luz que pregunta: “¿Y si esto fue pensado por alguien? ¿Y si no hay un ‘afuera’ definitivo?”. El riesgo de la pregunta es volverse cínico o volverse santón. Trato de una tercera opción: quedarme con la duda en la mano, como quien sostiene una moneda rara y la hace sonar en la mesa para escuchar qué tiene adentro.

Hay una escena que vuelve. Lucía decía que todo duelo es una conversación con una silla vacía. La silla que vuelve es la de la sala de espera del Hospital Muñiz. Encima hay una revista de hace tres años; adentro, una nota sobre un festival que no se hizo. Cada tanto me siento, abro la revista y leo esa agenda de promesas que no tendrán lugar. Es un gesto tonto, pero es mi forma de recordar que el tiempo también ficciona. El pasado no es confiable: cambia de peinado cuando nos distraemos.

“¿Vos te fijás en los precios remarcados como si fueran subtítulos de una película extranjera?”, me preguntó una vez Mabel, dueña del bar. “Suben y bajan, pero no se entiende la trama.” Reímos. Después pensé que quizá la trama no está en los números sino en los gestos, en los micro-acuerdos, en las epidemias de cansancio que terminan siendo decisiones políticas. Aprendí que todo lo grande empieza en una mesa, en una discusión de sobremesa, hasta que alguien se levanta, lava los platos y dice “basta”.

Mi padre decía “basta” cuando veía un desorden inútil. No era autoritario; era un artesano paciente. “El mundo ya es confuso, hijo—me decía—, que por lo menos la mesa tenga los cubiertos derechos”. La ficción, descubrí tarde, es una mesa con los cubiertos derechos en medio de una cocina a oscuras: no ilumina todo, pero ordena un perímetro para que podamos comer.

A media cuadra de mi casa hay un gimnasio diminuto. No es de lujo, pero tiene una bolsa de boxeo que cuelga como una lámpara roja. Entré una tarde por timidez y me quedé por la honestidad del ruido. Golpear la bolsa me enseñó dos cosas: que cada golpe es una pregunta (“¿cuánto de mí cree en mí?”) y que el cuerpo también escribe. 

Escribir con los puños no es violencia; es una caligrafía elemental que marca ritmos en el aire. En ese sudor encontré, paradójicamente, una forma de realidad: no la que aparece en los contratos o en las noticias, sino la que confirman los latidos.

Una noche llegó al gimnasio un hombre con saco. Parecía un gerente perdido. Nos vio y dijo disculpas, estoy buscando una dirección. El entrenador, que habla con pocas palabras, le dibujó el camino en un papel. Antes de irse, el hombre miró la bolsa y la tocó con dos dedos, como quien verifica la trama de una tela. “Yo de chico venía con mi abuelo—dijo en media lengua—. Él decía que pegarle a la bolsa era como corregir una frase: si está floja, se nota; si está tensa, también. Hay que encontrar la música.” Nadie dijo nada, pero todos entendimos. Cuando se fue, el entrenador agregó: “Hoy pegamos limpio”. Y pegamos limpio, como si esa noche también alguien nos estuviera corrigiendo desde otra mesa.

No voy a convertir el gimnasio en metáfora fácil, pero hay una correspondencia. Vivimos corrigiendo: planes, precios, pronósticos, hábitos. La realidad se nos presenta como un borrador eterno. Se reescribe al ritmo de la neurosis social. Pero de tanto corregir, a veces olvidamos qué queríamos decir. Es el peligro de la época: confundir el procesador de texto con el poema.

Una tarde de verano fui a la feria. Había un puesto con fotografías antiguas, esas cajas de cartón donde duermen desconocidos que posan para la eternidad. Elegí una: un hombre y una mujer en un balcón; detrás, un río. En la contratapa alguien había escrito: “Rosario, 1967”. Compré la foto porque el hombre tenía una sombra en el hombro izquierdo que se veía como un pájaro a punto de alzar vuelo. Llegué a casa y la puse sobre la heladera. A la mañana siguiente, la sombra se había corrido un centímetro hacia la derecha. No fue la humedad ni el reflejo; lo supe con esa certeza inútil con la que se reconocen los milagros domésticos.

Podría decir que fue un truco de la luz; prefiero creer que la foto siguió viviendo su destino de foto y que, al mover su sombra, me recordó que lo real no es un archivo, es una conversación que continúa. Ese centímetro me enseñó más que un curso de metafísica. Y me dio una especie de tranquilidad: si la sombra se mueve, yo todavía estoy a tiempo de moverme.

Con esa calma fui a visitar a mi madre. Vive en un departamento donde la radio está siempre encendida aunque nadie la escuche. Me recibió con la pregunta que repite, mantra de la memoria en fuga: “¿Y vos quién sos?”. Ya no me hace daño. Le conté la historia de la sombra. Ella sonrió y dijo: “Entonces guardala en el freezer, para que no se vaya del todo”. Anoté su consejo porque, a veces, las metáforas domésticas son las más serias.

No todo es leve. La realidad de los últimos años ha sido muchos adjetivos al mismo tiempo: dura, movediza, indecente, fatigada. 

Vi vecinos mudarse con menos cajas de las que trajeron cuando llegaron. Vi jubilados detenerse frente a la panadería como quien mira un cuadro abstracto. Y sin embargo, también vi pequeños actos de ingeniería afectiva: amigos que hacen vaquitas discretas, mozos que suman una medialuna sin cobrarla, maestras que reciclan la esperanza como quien arregla una lámpara vieja y la vuelve a encender.

En este paisaje la ficción no es un escape sino un método. Inventamos para sobrevivir; narramos para medir el aire; exageramos para ver mejor. Cuando era chico, mi abuelo me enseñó a enrollar un hilo alrededor del dedo y tirar hasta que el nudo se rinda. “Hay nudos que solo ceden si les contás una historia”, decía. Ahora pienso que tenía razón. Hay realidades que no sueltan si no las nombramos en un idioma que todavía no aprendimos del todo.

Un amigo economista—bueno, un economista que sospecha de los economistas—me dijo hace poco: “El problema de la pobreza es, también, un problema de imaginación. No de fantasía, de imaginación: de ver otra distribución posible de lo que ya existe”. Me quedé con esa palabra: distribución. Distribuir es repartir panes, sí; pero también es repartir miradas, tiempos, calor, sombra. ¿Podemos imaginar otra forma de sombra para el hombro de aquel hombre de 1967? ¿Otra forma de sombra para nosotros?

Escribo y escucho la heladera. También escucho un vecino que canta bajito “Quedémonos un poquito más”. Hay una lluvia que aún no decide si vendrá. Todo es umbral. Y en los umbrales suelo ver a Lucía, con el pelo desordenado por el barbijo mal colgado, diciéndome: “La gente cree que la realidad es el telón, pero es la cuerda. Hay que tensarla lo justo”. Me río solo. Si alguien me viera ahora creería que me falta un tornillo. Tal vez sí: tal vez a los que escribimos nos falta un tornillo y por esa ranura entra la historia.

Hace unos días soñé con un tren que iba hacia ninguna parte y sin embargo llegaba a destino. Bajábamos todos, nos mirábamos y, como no sabíamos de qué estación se trataba, la nombrábamos en voz alta. La estación se convertía en lo que decíamos. Uno gritaba “Esperanza” y aparecía un kiosco de diarios con revistas de colores. Otro decía “Ajuste” y se cerraban las persianas de los negocios. Yo dudaba. No encontraba la palabra que no tuviera truco. Quizá por eso me desperté con dolor de mandíbula: apreté los dientes para que no me pusieran un nombre equivocado.

Hay ficciones—las peores—que nos nombran para que nos quedemos quietos. Y hay ficciones—las más difíciles—que nos nombran para ver si podemos movernos. Esta, la que escribo ahora, quisiera ser de las segundas. No por generosidad sino por necesidad: si la sombra se desplaza un centímetro, no puedo seguir llamando “quietud” a lo que pasa.

Este mediodía me crucé con el vendedor ambulante de los panes. No era él, claro; era otro, con los mismos ojos. Me preguntó si quería chipás. Dije que sí, por fidelidad a un fantasma. “¿Sos de por acá?”, me dijo. “Más o menos—le respondí—. Me voy mudando de cuerpo de vez en cuando.” Rió como si entendiera. Y yo sentí, por un instante, que la realidad y la imaginación se daban la mano con naturalidad, como dos viejos vecinos que comparten escalera.

Comimos chipá en la vereda. El hombre me contó que venía de Moreno a la madrugada, que a veces no vendía nada y que cuando eso pasaba se consolaba pensando que “hay gente que vende humo y mirá lo bien que le va”. Lo dijo sin bronca. Yo le hablé de la foto, de la sombra que se movía. Me escuchó con atención de psicoanalista. Antes de despedirnos me dijo: “Si la sombra se mueve, es que el sol todavía trabaja. Entonces hay que seguir.” Lo dijo y se fue, como quien entrega una frase con vencimiento.

Regresé a casa con un chipá en el bolsillo. Pensé en los mapas, en los cubiertos derechos, en el freezer de mi madre, en el gerente del saco, en Lucía y su cuerda. Pensé en que la realidad no es un bloque duro sino una masa elástica con memoria; que cada gesto deja una marca y que la marca, con el tiempo, se vuelve camino. Pensé, en fin, que no sé si la ciudad me sueña o la sueño yo, pero que—mientras dura el sueño—puedo elegir comportarme como si fuera verdad. Y eso, en estos años deshilachados, ya es bastante.

A esta altura del relato el ensayo vuelve a pedir la palabra. ¿Qué aprendí? Que el borde exacto de lo real no se mide con instrumentos de precisión sino con pequeñas fidelidades: pagar el café aunque duela, dejar una propina cuando se puede, llamar a un amigo, decir “basta” en la mesa, corregir una frase hasta que encuentre su respiración, golpear la bolsa con música, guardar en el freezer una sombra demasiado inquieta. Aprendí que el mundo, si se lo mira con atención amorosa, es una red de secretos a cielo abierto. Aprendí que la esperanza no es una emoción sino un oficio: cuesta, cansa, a veces no paga, siempre deja callos.

Podría cerrar con una teoría sobre ficción y política, sobre capitalismo y duelo, sobre la gramática del cuerpo y la redistribución de la sombra. Pero prefiero algo más humilde, una escena. Esta noche, cuando el semáforo de la esquina haga esa pausa que nadie respeta, voy a quedarme un segundo mirando el reflejo de las luces en el charco que dejó la lluvia que finalmente llegó. En ese charco—te lo juro—voy a ver a un hombre y a una mujer en un balcón rosarino de 1967. La sombra del hombro de él hará su trabajo de moverse un centímetro y yo haré el mío de creerle. Después voy a cruzar, con cuidado, como si la calle también me estuviera probando. Y si alguien me pregunta a dónde voy, diré la verdad: voy a comprar pan. Porque la realidad, cuando se la honra con cosas pequeñas, te deja pasar. Y esa, quizá, es la única frontera que me interesa cruzar sin documentos.

Si mañana amanezco en el sueño de otro, llevaré mis cubiertos y mi libreta. Pondré la mesa, preguntaré dónde está la cuerda y haré la prueba de siempre: tensarla un poco, lo justo, hasta que la música empiece. Y si no llega, esperaré. No por resignación sino por método. Porque a veces, para que empiece la música, primero hay que escuchar el silencio que la rodea. Y en ese silencio—si uno es paciente—suele aparecer lo que algunos llaman realidad y otros, con idéntico respeto, prefieren llamar historia.

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