El otro lado del mostrador

Mi nombre es Ángel Blanco. Tengo treinta y siete años y, desde hace diez, soy enfermero intensivista en el Hospital Ramos Mejía. Antes de eso, fui enfermero a domicilio.

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Mi nombre es Ángel Blanco. Tengo treinta y siete años y, desde hace diez, soy enfermero intensivista en el Hospital Ramos Mejía. Antes de eso, fui enfermero a domicilio.

Vivo en la calle Bulnes al 300, cerca del hospi, con un gato que me regalaron -y que no hubiese elegido- al que le puse Baltazar.

Debo confesar que la vida de trabajo es intensa y muchas veces muy dura. Ver morir pacientes que van y vienen es tan común para mí como, supongo, sería estar en una línea de producción de una fábrica para cualquier otro.

Soy una persona solitaria y, podría decir, más bien introspectiva. Analizo bien cada detalle que me rodea, al igual que la poca gente que comparte cosas conmigo. Prefiero el otoño entre todas las estaciones del año, el té por sobre el café o el mate, y desayunar parado en la cocina.

Cuando era chico, por esas cosas extrañas que tiene la vida de los seres humanos, mi abuela Ingrid (la mamá de mi papá) me enseñó a tejer. Recuerdo que durante años, en invierno, me sentaba a su lado, pegados a la estufa, y  tejíamos punto “abeja” que si bien era uno de los más difíciles, también era uno de los que quedaba más lindo. Se llama punto abeja porque la lana forma como un panal, realmente bello. Ahora que les cuento esto, tengo la plena certeza de que nunca se lo dije a nadie. En fin…

No sé a ustedes, pero a mí la vida diaria me pasa relativamente de forma monótona.  Como les expliqué, durante la semana, con el trabajo en la terapia tengo más bien poco tiempo para pensar. Vuelvo a casa tarde, me preparo algo de comer, un poco de televisión y vuelta a dormir.

No me gusta cocinar demasiado con lo cual, los fines de semana, preparo la comida que, luego, voy a calentar durante los días siguientes. Si bien no soy delicado, no me meto con demasiadas variedades, pero más que por una cuestión de gustos, por un tema de simplificar la faena.

Un dato que no les conté es que mi papá murió cuando yo tenía apenas cuatro años. Supongo que deben haber percibido algo cuando les dije que aprendí a tejer con mi abuela, ¿o no? Es cierto. A veces, uno tiende a dar por entendidas cosas que no lo son tanto.

Así la cuestión, mi mamá -que era maestra- siguió trabajando y nunca rehizo su vida, por lo que la relación con ella fue más alejada que lo normal para un chico de esa edad y la abu Ingrid hizo el resto.

Si me preguntan por qué intensivista, quizás sea porque, de chico, me contaron que mi papá murió en una de esas terapias y algo me llevó a buscar explicaciones por ese lado. Pero como no me analizo, no lo sé. Quizás, algún día lo haga.

Una vez por semana dispongo de un franco. Este día libre, que cambia todas las semanas, lo uso para hacer las compras. Aquí me detengo para hacer mi otra confesión. Y si se sorprendieron con el tejido, quizás sea bueno que dejemos de hablar ahora. No creo que sea algo tan elocuente, pero ahora que lo pienso bien, supongo que a más de uno pueda llamarle la atención.

Ya sé que si no lo termino de decir, nadie va a saber de qué se trata y, en definitiva, el mundo está plagado de maldades y desgracias que hacen que este defecto sea un detalle muy nimio. Y fíjense que dije defecto, aunque yo mismo (que soy el que podríamos describir como “el autor material”) no lo percibo de ese modo. Y menos, en el momento en que lo estoy llevando adelante.

Está bien, se los voy a contar. Todas las semanas, en mi día libre, salgo temprano de casa para hacer las compras con una lista de cosas que necesito adquirir. Todas, o casi siempre todas, se consiguen en el supermercado de Perón y Mario Bravo, a unas cuadras de casa. Ese “chino” que tiene un buen precio de artículos de limpieza y también bastante buena fruta y verdura.

Pero no, no voy ahí. Tengo una lista de más de cien minimercados, supermercados, autoservicios, etc. Y bastante dispersa por el mapa de Capital. Incluso, ahora que lo pienso y más de una vez también, he ido para la provincia.

Sé que se están preguntándose: ¿de qué habla este tipo? ¿Por qué algo tan simple como la compra de la semana se complica tanto? Bueno, esto se debe ni más ni menos que a mi afición: me gusta sacarle el carro de la compra a los otros.

Antes que piensen en un robo, la respuesta es no. O al menos, no como lo que entendemos por un robo convencional porque yo les quito el carro antes de que paguen, lo cual hace que no se trate de un robo.

Sé que suena molesto, pero no puedo evitarlo. Creo que empecé con esta idea hace más de cinco años, si bien hace dos consumé mi primer “quite”. Lo recuerdo como si fuera hoy, era un autoservicio chiquito en Coghlan, un domingo, a media mañana, tipo 11.

En el momento en el que ví la oportunidad, las manos me transpiraban muchísimo y, cuando la persona dejó el carro para ir bien al fondo a buscar alguna cosa de último minuto, mis palpitaciones eran tremendas. Cuando apoyé las manos en el changuito, creí que el corazón se me salía por la boca. Di dos vueltas por los tres pasillos del establecimiento mientras escuchaba a la mujer dueña de esta compra refunfuñar cada vez a mayor volúmen. Finalmente, lo dejé arrumbado en la góndola de los lácteos y, tomando en mis manos un yoghurt bebible de pera, me fui a la línea de cajas, pagué y salí.

Debo decirles que, al ganar la calle, experimenté una sensación de libertad e impunidad en perfecta mezcla proporcional, que nunca había sentido hasta ese momento. A partir de allí, lo repetí sistemáticamente todas las semanas. Cada vez complejizando más el lugar de toma y el tiempo que permanecí con el botín en mi poder.

Se preguntarán qué me atrae de esto. No sé. A veces, se trata de carros rebosantes de productos y la idea de volver a buscarlo y que no lo veas tiene como un principio de despojo. Otras veces no es la cantidad, sino los colores lo que me atraen. También sucede que recorro los espacios y encuentro a alguien, debo decir que escasean, que ordenó todo de forma tan meticulosa que da gusto arrebatarlo.

Una vez, pero solo una, se dió la conjunción de encontrarme con un carro que se ajustaba a mi gusto y llegué a comprarme todo lo que estaba allí. Es más, supongo que si me sobrara el dinero, el acto siempre terminaría conmigo pagando, aunque después dejara el carro completo en el estacionamiento o se lo regalara a alguien por simple caridad.

Antes de que lo pregunten, no tengo idea cuando voy a parar. Tal vez cuando alguien me descubra y arme un escándalo en el lugar. De hecho, en una oportunidad, estuve cerca de que eso sucediera, pero la persona que me encaró lo hizo con tantas dudas que un simple “no sé de qué me habla” fue suficiente para desactivarla.

No voy a mentirles, yo también me lo pregunto a veces y la conclusión más cercana a la que llegué es que estoy esperando dar con alguien que me encuentre y, exaltado, me de una rotunda paliza. Una de esas que aparecen en los noticieros, cuando el cronista califica el hecho como de “emoción violenta” y que “el extraño sujeto, que no se sabe muy bien por qué decidió llevarse el carro ajeno, terminó hospitalizado en terapia intensiva a causa de los fuertes golpes recibidos”.

¡Ahí está! Quizás me seduzca la idea de, por una vez, estar como quien dice “del otro lado del mostrador”.

Leé todas mis notas acá.

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