La rutina

La rutina

Se bajó del colectivo tres paradas antes, como hacía siempre que quería caminar un rato y pensar…

Luego de un día para el olvido en la oficina, en su casa, nomás abrir la puerta de entrada al jardincito, lo esperará Coca, la caniche que la familia tiene por mascota, que saltará ¡loca de contenta!

Después, subirá los dos escalones bajos, cinco pasos por el descanso y llegará a la puerta principal. Tras dejar las llaves sobre el aparador, a su derecha, verá a Juana y a Marcos haciendo los deberes, quienes inmediatamente correrán a abrazarlo y llenarlo de besos, poco antes de que pueda siquiera apoyar el portafolio que caerá indefectiblemente al piso. Con suerte, rebotará sin abrirse, sino se pasará los diez minutos posteriores juntando papeles.

Pensando en que seguramente deberá acomodar los documentos que tendrá que revisar después de que los chicos ya estén acostados (luego del cuento de rigor), o mejor dicho, a la mañana siguiente apenas despierte, casi cruzó la avenida Oeste sin percatarse que el semáforo le impedía el paso.

Es miércoles, recordó, y del mes de agosto para más datos, con lo cual vendrá desde la cocina contigua al living-comedor un penetrante olor a puchero de gallina, o cosido, como le gusta llamarlo a Yolanda, su esposa, que es nieta de inmigrantes españoles y que tiene una mano increíble para la gastronomía. Además, ella llega a la casa varias horas antes que él porque desde que nació Juana, la más chica de los hijos del matrimonio, solo trabaja de mañana en el consultorio de su tío Aníbal, el radiólogo.

Con total precisión, casi de relojero suizo, al oír el estruendo del maletín contra el piso, Yolanda saldrá de la cocina, secándose las manos en el delantal y dirá: “Chicos, dejen tranquilo a papá que recién llega. Hola, mi amor. ¿Cómo sentís?”. Y si tuviésemos la suerte de que se hubiese plantado con fuerza, esperando el sacudón y evitase la caída de su material de trabajo, igualmente Yolanda pronunciará algo por el estilo.

Pasó por delante de la rotisería y, por un instante, se quedó meditando sobre cuánto tiempo hacía que no comía pollo al spiedo con ensalada rusa. Se detuvo en la siguiente esquina, debajo de un farol que ya estaba iluminando la noche cerrada de esas calles cada vez más angostas, y encendió un cigarrillo. Luego de una calada profunda, continuó el raconto. 

Yolanda se le acercará para darle un beso, pantuflas en mano para que se quite los zapatos que habían hecho presión todo el día sobre sus pies. Luego de pasar por el baño para asearse un poco, ella lo estará esperando al lado del sillón, su sillón, que está pegado a la estufa, con un vasito de vermouth y un platito con queso.

Apagó el cigarrillo con el pie derecho y, esta vez, miró a la calle para constatar que no viniera ningún automóvil, antes de reiniciar la caminata.

Con posterioridad a ese aperitivo, probablemente entre quince y veinte minutos después, Yolanda indicará a sus hijos que recojan las cosas para poner la mesa. Juana lo hará de inmediato, pero Marcos deberá esperar la voz más potente de su padre para reaccionar. Ambos correrán a lavarse las manos y, en cuestión de pocos minutos más, todos sentados a la mesa para la siguiente pregunta: “¿Qué tal tu día, querido?”. Y él explicará, una vez más, los bemoles de un trabajo que no había elegido y del que ni siquiera estaba seguro de estar capacitado para hacer, a pesar de que ganaba bastante bien y, de vez en cuando, recibía “la palmada en la espalda” de sus jefes directos. Todos escucharán con atención en esta mesa familiar  y, en algún momento, se oirá: “Tranquilo, ya va a mejorar”.

Siguió caminando, cruzó el paso a nivel que estaba desolado, sin percatarse que había bajado ostensiblemente el ritmo de su andar.

Después del postre, queso y dulce promediando la semana, los chicos irán a su cuarto a la espera del cuento que su mamá les tiene preparado, mientras él se dispondrá a ver algo en el televisor de su habitación, que -por supuesto- no va a terminar, quedándose dormido con las tres almohadas debajo de su cabeza.

Al llegar a la cuadra de su casa, pero observándola desde la vereda de enfrente, por un momento, pensó cuánto debía agradecer a la vida todo eso que tenía y quizás no había podido valorar hasta ese momento. Dio un suspiro profundo, miró hacia el cielo que estaba anubarrado, se encogió de hombros y retomó la caminata exactamente en el sentido en el que sus pasos lo habían traído hasta ahí, y nunca más se volvió a saber de él… Hay cosas que es mejor no pensarlas demasiado.

Related posts

El retrato (lisérgico) de Dorian Gray

El sueño de vivir muriendo

“Los sonámbulos”: No hay peor ciego que el que no quiere ver