Atravesó el cuarto en busca de algo que suponía había perdido y que necesitaba recobrar antes de irse. Eran las ocho menos cuarto y no quedaba más tiempo, si realmente quería llegar a horario a la entrevista.
Revisó en un paneo el monoambiente mientras hacia esfuerzos por recordar que era lo que estaba buscando.
Dos años, cuatro meses y diecinueve días que no tenía trabajo, desde que “pasaron la escoba” en el estudio contable Nieto e hijos.
En la mesa de noche estaba el velador, el despertador, un cenicero inundado de cigarrillos. ¿tal vez fuese esto? lo quería vaciar antes de irse?…no! era algo que tenía perdido, no “olvidado”, concluyó.
El vaso de agua y sus pastillas que ya había tomado apenas se levantó completaban el paisaje de la mesa de noche.
Los primeros meses posteriores al despido fueron buenos, aunque todos sabemos que entra en disputa el simple hecho de que con el paso del tiempo la idea de los pasados mejoran y de que transcurrido el tiempo, todo puede ser peor.
Pudo dedicarse a pintar el monoambiente, volvió a su hábito de la bicicleta que tenía arrumbada en la baulera de la casa de su madre y empezó con unas clases de yoga iyengar por recomendación de la prima Antonia.
“César, a vos te va a venir bien meditar” le dijo una mañana es que se encontraron en el Banco Provincia de Cuenca y Nogoya. Antonia, unos quince años mayor que César, estaba renovando un plazo fijo de los que le había dejado su marido como herencia y César había ido a pagar los impuestos del “terrenito” de Valeria del mar.
Flexionó sus piernas hasta quedar de rodillas y miró debajo de la cama para ver si encontraba allí la respuesta a su incógnita. Sólo encontró como era lógico pelusa, aunque tuvo el tiempo de pensar porque se hacía tanta.
Con el paso de los meses el tiempo libre empezó a pesar. Primero se bajó de la bici por un simple altercado de tránsito con la bicisenda y el changuito de una octogenaria. Nada fuera de lo común para una urbe como esta, pero le dió miedo y volvió a dejarla en la baulera de Sara. “Ojo con los caireles de la araña, Cesarito” le dijo su madre mientras presionaba el botón del ascensor señalado con un 1SS en rojo.
Rojo, como los números del radioreloj que ahora marcaban las siete y cincuenta y seis. Debía salir de su casa ya porque el 47 tardaba más de una hora a la mañana y no era su intención llegar tarde a la entrevista pautada para las nueve y treinta.
Un puesto de auxiliar contable, para él que tenía su título y una experiencia acreditada sabía a poco, pero no era momento de esquivar el bulto. Necesitaba volver al trabajo.
Luego, vino lo inevitable. en la inconveniencia del yoga iyengar. Más allá de que todo el tiempo le costó eso de la meditación, el hecho de que fuera una práctica tan física terminó por abrumarlo.
No conseguía la relajación necesaria y su cuerpo terminaba no respondiendo. Solo a veces, más bien unas pocas veces, sintió que podía abandonarlo todo, pero al instante miraba a su alrededor a los otros compañeros de clase (muy disimuladamente ya que está pésimamente visto) y sentía que todos eran mejores que él.
Lo que no podía abandonar ahora era esta oportunidad que se le volvía a presentar de estar ocupado, de tener nuevamente un esquema organizado en su vida. Pero al mismo tiempo no conseguía irse porque algo había perdido. Algo no estaba en su lugar, o quizás ¿algo debía hacer antes de irse de ese espacio?.
El reloj marcó las ocho en punto. Ahora sí no había más tiempo para estirar.
Recordó que ocho era un número que le atraía desde siempre. ¿Por qué sería?. Tal vez por la idea del infinito, ¿quizás por ser el único número que no termina? Nunca pudo debatir esto con nadie. Sus propios soliloquios no alcanzaban. ¿Y el cero César? se decía a sí mismo…cero no es un número.
La pérdida. Eso no lo dejaba mover de su monoambiente. La pérdida. ¿Pero qué se perdió? ¿Qué perdiste César?
¿Está relacionado con el trabajo? No puede ser. Si fuese eso ya me hubiese ido de este sucucho a tomar esa maldita entrevista para ese puesto de cuatro de copas.
¿La familia? Nunca la tuve. Mi mamá se encargó de cortar una por una las ramas de nuestro árbol genealógico, con paciencia de jardinero fiel.
¿La paz interior? Puede ser. Pero no recordaba ningún pasaje de su vida en la que no tuviese esa sensación de zozobra preestablecida y sin motivos aparentes. Zozobra que no eliminaban los ansiolíticos que desde hacía años consumía.
¿Y entonces qué? Ocho y quince. No iba a llegar a las nueve treinta y lo sabía. Tomar un taxi era una oportunidad. Estaba claro que ese puesto al que aspiraba era más una necesidad psíquica que económica.
Caminó los veinticinco pasos de pie talle 40, que más de una vez contó y que separan la kichinet del balcón.
Corrió una de las hojas de la puerta y salió al exterior donde la brisa de abril era ideal con el sol despuntando a la derecha. Lástima el balcón tan diminuto en el que cabía el tender y una maceta, ya reseca.
Miró al horizonte ansiando respuestas. ¿Dónde está lo que estoy buscando? ¿Cuál es la pérdida?
Apoyo las dos manos en la baranda que alguna vez fue verde inglés. Respiró hondo, muy hondo, como alguna vez lo había hecho en el yoga iyengar…
Al entrar nuevamente, bajó la persiana, se quitó la ropa y se tiró a una siesta mañanera.