Seguro de vida

Sacudió las hojas que había sobre el asiento de la moto, señal de que el otoño había comenzado de manera prematura.

Se colocó el casco, cruzó su pierna izquierda por encima de la moto y se sentó de forma pesada. 

No había pasado buena noche, quizás debido a la enésima vez en los últimos días que comía las empanadas de “La Cholita”, la rotisería en la que había empezado a trabajar desde hacía unos meses luego de que lo echaran de la fábrica.  O quizás era por otra cosa…

Ariel, treinta y tres años, era soldador de oficio y fumador empedernido. De esos que tienen que fruncir el ceño y achinar los ojos mientras conservan el tabaco entre sus labios para que los lagrimales no les borren la visión.

Una patada al arranque, una segunda con más fuerza y al instante el zumbido del motor del scooter ensordecía al barrio.

Eran las doce y media del mediodía y Ariel se encaminaba al local para iniciar la tarea. Si bien el trabajo que le ofrecieron, tenía ingresos solo por las propinas que pudiesen darle los clientes, al menos y no sin esfuerzo de su parte, había conseguido que le permitieran trabajar los dos turnos, cosa que no habían hecho con nadie.

Es que estaba desolado cuando el supervisor le informó que la fábrica prescindía de sus servicios, luego de seis meses de haber comenzado, por “recorte presupuestario” producto de que las ventas del ejercicio pasado no habían sido lo que la empresa esperaba.

Él, que siempre se mostraba dispuesto a trabajar fuera de horario, e inclusive los sábados con tal de hacer algunas horas extras para seguir juntando la plata de la cuota de esa hipoteca que no se terminaba más.

Había tomado un crédito junto con su pareja Claudia, para comprar un terreno, a poco de saber que estaban esperando a Ángeles que ahora ya tenía cinco años.

Allí con su esfuerzo y la ayuda de sus amigos, Osmar y Rubén, había armado su casa a la que le faltaban todavía muchos detalles.

-Paciencia gordo, le decía Claudia. Primero pagamos el crédito y luego seguimos construyendo.

Pero eso a Ariel no lo conformaba y veía como cada mes se hacía más difícil llegar a pagar la cuota. A tal punto que en las últimas dos, había tenido que recurrir a vender algunas herramientas de su oficio para terminar de juntar la plata.

En alguna oportunidad, hablando con sus amigos había confesado su angustia y la idea de que si él no estuviese ¿qué destino le depararía a su mujer y su hija?.

Fue durante una visita al médico por una tos persistente cuando Ariel encontró una respuesta a sus problemas. La noticia de un diagnóstico sombrío lo impactó, pero también lo liberó de la pesada carga de la responsabilidad financiera. Sabía que su tiempo era limitado, pero al menos, en su mente, había encontrado una forma de aliviar a su familia de la deuda que los oprimía.

Ariel continuó su rutina en “La Cholita”, pero ahora con una especie de indiferencia que había adoptado desde que conoció su diagnóstico. El otoño avanzaba y, con él, la sensación de decadencia se hacía más profunda. El scooter rugía bajo él, pero ya no era el ruido ensordecedor del barrio lo que lo perturbaba, sino la quietud de su propia vida.

Ariel, a sus treinta y tres años, se había convertido en un hombre consumido por su propia existencia. El tabaco, que una vez fue su refugio, ahora se había convertido en un recordatorio constante de su propia autodestrucción. Sus pulmones seguían protestando, pero él seguía fumando, como si quisiera acelerar el proceso.

El trabajo en “La Cholita” se había vuelto aún más mecánico. Las propinas eran escasas y los clientes apenas eran más que sombras fugaces en su vida. Había perdido interés en impresionar al dueño o en conseguir más turnos de trabajo. Simplemente, estaba allí, cumpliendo con su tarea de manera apática.

La noticia de su despido de la fábrica ya había perdido relevancia. La deuda de la hipoteca seguía ahogándolo, pero ya no le importaba. Claudia y Ángeles, su hija, parecían estar a kilómetros de distancia en su mente. Había dejado de preocuparse por su futuro y se había entregado a la indiferencia.

Sus amigos, Osmar y Rubén, ya no eran más que voces lejanas en su vida. Había dejado de compartir sus preocupaciones con ellos, porque ¿qué sentido tenía? Nada tenía sentido ya.

A medida que el otoño dió paso al invierno, Ariel sabía que su tiempo se agotaba, pero no le importaba. Había encontrado una especie de paz en su propia decadencia. Su vida se había convertido en una serie de actos vacíos, una existencia sin propósito ni significado.

Lo único que lo alentaba eran aquellas letras de la póliza del crédito que ponían a su familia a resguardo: “En caso de fallecimiento del titular, el crédito quedará saldado mediante la activación de la cláusula gatillo”.

Ariel, falleció un año después rodeado de toda su familia.  Fue velado a cajón cerrado.

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