Un exceso

Un exceso

Era una tarde de mayo, de esas que parecen arrancadas al verano. Enrique iba caminando a paso ligero por la vereda del sol y, ahí, se percató de las primeras gotas de sudor en su frente. Bajó algo la marcha sin detenerse, por miedo a no llegar a la estación a tiempo. Sacó de su bolsillo trasero izquierdo un pañuelo de color blanco que llevaba bordadas sus iniciales y se secó la transpiración provocada por el traqueteo con un gesto firme.

Era sábado, su día preferido de la semana porque era todo para él. Ya había trabajado desde el lunes al viernes en la fábrica textil de su cuñado, donde era el responsable del control de calidad. Era por lo tanto también de los más odiados entre sus compañeros, por el rol y por su vínculo con el dueño.

Enrique era implacable a la hora de frenar la salida de alguno de los mamelucos, guardapolvos o delantales que fabricaba la empresita de Teodoro Rubich, el marido de su hermana Teresita, la del medio. Pero de todo eso me voy a ocupar más adelante. De todas formas, Enrique sentía que el desprecio de sus compañeros era injusto. Al fin y al cabo, solo cumplía con su trabajo y para ese empleo “nunca ninguna precaución era un exceso”.

Meditó en aquel instante Enrique -cuyo nombre completo era Enrique de las Mercedes Pujol- acerca de las cuadras que le quedaban para llegar a la estación y de la hora en la que salía el tren. Entendió entonces que, si bien “nunca ninguna precaución era un exceso”, podía darse el lujo de hacer un paso mucho más suave el resto del trayecto. Y quiero hacer hincapié en esa frase que no es mía, sino del mismísimo señor Pujol, y repasarla junto a usted, lector desprevenido, que seguramente (perdón si abuso de la generalidad) la ha pasado ya dos veces por alto y nunca, a lo largo de lo que dure este relato frente a sus ojos, retrocederá e irá a su búsqueda. “Nunca ninguna precaución era un exceso” era una frase que acompañaba a Enrique en su vida como un mantra. Una frase que se hizo carne en él con el paso de los años. 

A esta altura, es bueno que me confiese con ustedes. Esta historia me la contaron, es decir, yo no conocí a Enrique de las Mercedes en persona, pero doy fé de la entera confianza que le tengo a quien me la transmitió y, más allá de algunas licencias propias de mi autoría, el relato responde fielmente a lo que se me confió.

No les dije, pero estamos en el año 1989, en la localidad de Mercedes, provincia de Buenos Aires y esta es la vida de Enrique y la ciudad que lo vió nacer y crecer. Y como en todo pueblo, la gente se conocía como si fuese de la familia.

La familia Pujol se componía de Ernesto y Zunilda, los padres. Él, fotógrafo profesional y ella, maestra de grado. Sus tres hijos: Enrique de las Mercedes, Teresa Zunilda y Remo Arístides, el benjamín de la familia y, por lo tanto, el consentido. 

Entre Enrique y Remo siempre hubo una rivalidad muda. Los cuatro años que se llevaban fueron, al principio, suficientes para poner distancia y que la cosa no pasara a mayores; pero luego, al llegar la juventud, las diferencias se hicieron indisimulables.

A Remo le molestaba profundamente la corrección con que se manejaba Enrique para todo. A su vez, el hermano mayor resentía el hecho de que a Remo, por ser el menor, los padres le perdonaran todas las macanas que hacía. Todo era motivo de discusión: los almuerzos en familia, los partidos de dominó en el club, los bailes de carnaval… Para colmo, Remo -que se dedicaba en el club a practicar natación- había logrado superar en altura y tamaño a su hermano más grande, por lo que varias veces se habían ido a la manos con consecuencias leves.

Un día, en el carnaval del ‘55, se había organizado en el club un baile como todos los años. Enrique tenía 19 en ese momento y concurrió al baile con su amigo Chiche Casablanca. La idea era escuchar a la orquesta típica que esa noche iba a cerrar el show mercedino. Sin embargo, las vueltas del destino lo hicieron toparse con Azucena en la mesa donde servían los copetines, y nada a partir de allí fue lo mismo.

Azucena Rubich, era una chica del estilo de Judy Garland en el “Mago de Oz”. Para Pujol, fue verla y enamorarse instantáneamente. La chica en cuestión era compañera de banco de Teresita y hermana de Teodoro, quien años más tarde sería el esposo de ésta última y, por lo tanto, todos quedarían en familia.

Una sola mirada entre ellos bastó para que Enrique pensara que estaban hechos el uno para el otro. El pensamiento siguiente lo llevó imaginar que debía conseguir otro trabajo (en ese momento, repartía diarios en el puesto de Don Hilario), empezar a ahorrar para comprar una casa, decidir que iba a averiguar por un crédito y una plan de ahorro para un auto familiar, a darse cuenta de que él no sabía manejar… Puso un freno en su propia cabeza y pensó: “¿no será demasiado apresurado?”. Enseguida se refutó a sí mismo con su rezo: “nunca ninguna precaución era un exceso”.

Pero esa misma noche, las cosas empezaron a torcerse de un modo que ni el más eximio escritor podría haber supuesto. ¿O quizás sí? A la mesa de los copetines acercó también Remo. Pecho inflado como siempre, su peinado a la gomina y esa sonrisa cincelada que lo hacía un verdadero galán. “Valentino”, diría la madre. “¡Flaco lindo!”, dirían sus tías. “¡Atorrante!”, pensaba Enrique.

Un instante después, Enrique mira hacia la mesa donde estaban los viejos y advierte que su padre no llevaba buen semblante. Se disculpa de Chiche, hace una reverencia para el lado donde estaba Azucena y abandona la escena. Ya cerca del oído de su madre, por la estridencia de la música le diría:

-Me lo llevo al viejo a casa. No tiene buen color.

-No le pasa nada, Quique. Tomó un poca de más y le debe de haber caído mal. 

-Nunca ninguna precaución es un exceso, vieja.

Y allí partió con su padre apoyado en el hombro sin ver a la orquesta típica, sin tomar prácticamente nada y, lo que es peor, sin siquiera haber cruzado palabra con Azucena. Solamente aquella mirada que para él lo fue todo…

Lo que siguió fue que nunca llegaron a la casa. El padre se descompuso faltando una cuadra. Un infarto lo mató aquella noche de carnaval del ‘55. Gran congoja en todo el pueblo. Imagínense lo que significaba un fotógrafo en esa época. 

Enrique, abandonó la idea de estudiar, cambió de trabajo para empezar en la textil del viejo Rauch. Se hizo cargo de la casa y de su madre, que quedó congelada como en una fotografía en aquella fatídica noche de febrero.

Teresa, que tenía 17 recién cumplidos en enero, terminó la secundaria y dos años después se casó con Teodoro. Tuvieron cuatro preciosos hijos. Hoy Teo, como le dicen en casa, maneja la textil con éxito y ampara a prácticamente las dos familias. Es allí donde Enrique sigue trabajando, de lunes a viernes, desde hace treinta y cuatro años, sin haber faltado ni un sólo día y donde, desde hace quince años, es el responsable del control de calidad. El resto de su tiempo lo pasó y lo pasa cuidando de su madre, que nunca más volvió a ejercer la docencia y -es más- tampoco volvió a asomar la nariz a la calle desde aquella oscura noche del ‘55.

Ya solamente quedaban tres cuadras para llegar a la estación. Enrique observó nuevamente su reloj y reiteró el secado de su frente. Faltaban quince minutos para que el tren partiera y -conociendo a Remo como lo conocía- sabía que iba a llegar con los minutos contados o, lo que es peor, a subirse casi con el tren en marcha.

Ah, ¡cierto! Nunca les dije nada acerca de Remo y qué había pasado con él. Remo Arístides Pujol, el hermano menor, “el benjamín” como le decían algunos, “el atorrante” como lo conocían otros, abandonó la escuela no bien su padre falleció y pretendió continuar con el trabajo de fotografía de su progenitor. Fracasó y terminó cerrando el negocio del centro y vendiendo hasta la última cámara y accesorio que tenía. 

Nunca aportó un peso a la casa y, lo que es más, Enrique se enteró de que varias veces su madre “le sacó las papas del fuego” a su hermano cubriendo deudas. Luego, fue control en el club hasta que lo echaron por llegar tarde infinidad de veces. Cambió de trabajo en los siguientes años cada dos por tres. Finalmente empezó a levantar quiniela para Don Serafín y allí terminó de derrapar.

Enrique se lo configuró en su cabeza mucho antes de que sucediera: “va a querer engañar al capitalista y la va a pifiar”. Es que con esa gente no se jodía y había que estar al cuidado. Él lo entendía porque “nunca ninguna precaución era un exceso” y, en esta caso, menos que en otros. 

Pero Remo nunca escuchaba a nadie y menos a su mujer. Supongo que a esta altura sabrán que se trataba de Azucena. Sí, aquella noche del ‘55, además de perder a su padre, Enrique perdió lo que él consideraba su gran amor, y a manos de su propio hermano. Azucena nunca tuvo hijos y pasó su existencia viviendo en la zozobra permanente que proponía la incerteza hecha carne que era Remo. Fue viendo cómo su vida se deshacía al igual que se deshicieron los bucles de Judy Garland que tanto habían deslumbrado a Enrique en aquel carnaval aciago. 

Volviendo a la clandestina, Remo y el capitalista, finalmente lo que Enrique predijo para sí se cumplió. Es así que justamente esta tarde de mayo Remo estaría tomando el tren con la recaudación no declarada con rumbo a la Capital, antes que los hombres de Don Serafín lo encontrasen y le pidieran explicaciones.

Y es por esto el apuro de Enrique por llegar a la estación. Y es por esto su paso calculado centímetro a centímetro, en los pocos que lo separaban de la entrada a la estación. Finalmente, iba a ver como su hermano abandonaba su vida para siempre e iba a tener la posibilidad de comenzar de nuevo. Una vez que el tren se pusiera en marcha, retrocedería sobre sus pasos para caminar las once cuadras que separaban la terminal de la pensión de mala muerte donde Remo había hecho padecer todos estos años a Azucena.

Ya sabía qué iba a decirle y lo repasaba mentalmente desde que salió de su casa para ver cómo se rajaba su hermanito. “Azucena, yo sé que vos podés pensar que esto es una locura, pero yo te amo desde aquel carnaval del ‘55, donde no pude decirte nada. Yo sé que vos podés pensar que esto no tiene sentido, pero yo te aseguro que sí. Mamá tiene 92 años y en cualquier momento nos deja y yo estoy convencido de que puedo hacerte feliz”. Acto seguido, esperaría la reacción y se acercaría para abrazarla y darle un beso. Y podría luego hacer planes, muchos planes para finalmente ser feliz…

Al llegar a la altura del puesto de flores, pudo divisar que la formación ya estaba en marcha y que poca gente se encontraba en el andén. De hecho, los que quedaban eran personas que estaban despidiendo a algunos pasajeros que sacaban los brazos desde el interior de convoy. Del otro lado de la estación, divisó la figura de Remo e inmediatamente se puso a resguardo como si se tratara de un espía de la KGB.

Su hermano vestía un ambo azul y llevaba anteojos oscuros. Lo que le llamó la atención fue que no llevara equipaje en las manos y supuso que lo habría enviado por separado para evitar sospechas. Al menos, él lo hubiera hecho porque “nunca ninguna precaución era un exceso”. Pero se equivocó. Remo no era de esos. Lo terminó de confirmar cuando vio cómo volteaba para hacer una seña y apareció detrás suyo Azucena, con un vestido floreado y cargando las dos valijas con gran esfuerzo.

A Enrique se le aflojaron las piernas y se tuvo que tomar de un estante donde había macetas para no caerse redondo al suelo. Tragó saliva, respiró hondo y se recompuso. Unos minutos después y ya con el sonido del tren apenas imperceptible, retrocedió sobre sus pasos y caminó las 5 cuadras que lo separaban de la panadería. Pensó entonces que sería bueno comprar algo de pan para poner a secar. Seguramente el miércoles lo rayaría para hacer milanesas.

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