Augusto reaccionó a los golpes de la puerta y al movimiento del picaporte un rato después. Allí se percató de que había puesto llave. Salió de detrás del mostrador y caminó en dirección a la entrada, todavía confundido por el recuerdo tan vívido del departamento de la calle Posadas.
-¡Al fin, Urquiza! -dijo Susana cuando se abrió la puerta.
-Perdón, estaba en el fondo armando una cajas -se disculpó con cierto nerviosismo.
-No sé cómo podés encerrarte con el olor a humedad que hay en este ambiente. En fin, bajé porque te está buscando Ayala.
Enrique Ayala era su jefe directo y rara vez le dirigía la palabra. Un metro sesenta de altura, abdomen prominente y muy poca voluntad de diálogo eran las señas particulares del responsable de expedición que vaya a saber por qué, ahora, reclamaba su presencia.
Salió del archivo, caminó el pasillo y, del otro lado de la escalera caracol, lo esperaba la puerta de la oficina de Ayala, que tenía el ángulo inferior derecho con signos visibles de estar siendo carcomida por la humedad.
Golpeó con la fuerza del que espera no ser atendido y aguardó.
-Pase -dijo con su voz nasal Ayala-. Ah, Urquiza, es usted.
Apenas con la cabeza asomada, Augusto semblanteaba el panorama. Un escritorio de roble oscuro, dos muebles con puertas corredizas llenos de parvas de papeles, una luz de tubo blanquecina, algunas fotos del edificio en otras épocas sobre las paredes descascaradas y un invasivo olor a moho completaban el cuadro que explicaba por qué la parte de abajo de la puerta estaba como estaba.
-Adelante, hombre, no se quede ahí afuera.
Al pasar y sin invitarlo a sentarse, un poco por falta de tacto y otro poco porque la única silla sobrante tenía dos cajas con carpetas colgantes, Ayala lo escudriñaba con una mezcla de lástima y desprecio en las mismas proporciones.
-Urquiza, lo mandé llamar porque tengo que darle una noticia -Ayala hizo una pausa que pareció eterna.
-Mire, como usted sabrá, el estudio está haciendo reformas y nuestra área de expedición no está ajena a las mismas.
Augusto sabía que tarde o temprano esto pasaría. Lo advirtió cuando apareció ese nuevo cadete, hacía tres meses, y le pidieron que le explicara las lógicas del archivo. Martín Carballo se llamaba y tenía más granos en la cara que años en el documento. Él pensó en enseñarle poco y nada, pero se dió cuenta que no estaba hecho de esa madera.
¿Pero de qué estaba hecho entonces?