El pasillo interminable

No sé cómo llegué ahí. O tal vez sí, pero no lo recuerdo con claridad. Lo cierto es que estaba en una oficina antigua, de esas que parecen olvidadas por el tiempo pero no por el polvo. El ascensor jaula todavía resonaba a mis espaldas, con ese chirrido metálico que parecía una advertencia más que una bienvenida. Frente a mí se extendía un pasillo angosto, de pisos de marqueterie gastada y brillantes, como si alguien se hubiese empeñado en lustrarlos para conservar una dignidad que el resto del edificio había perdido hace décadas.

Tenía que encontrar un baño. Esa era la urgencia. Una necesidad tan primaria como absurda en medio de semejante escenario. El cuerpo siempre impone su ley, aun en medio del misterio. Caminaba con la entrepierna tensa, los pasos contenidos, cruzando oficinas con puertas de madera oscura y vidrios esmerilados que dejaban ver sombras pero no personas. Nadie salía. Nadie entraba. Nadie hablaba. Pero se escuchaba el murmullo de papeles siendo movidos, teclas de máquina de escribir golpeadas con ritmo maquinal, el suspiro lejano de un ventilador lento. Todo parecía funcionar, pero sin vida.

Al mirar a mi alrededor, lo primero que me llamó la atención fue la luz: no era amarilla ni blanca, sino una mezcla enfermiza de ambas, como si las lámparas del techo no quisieran decidirse entre iluminar o esconder. Esa penumbra persistente le daba al lugar un tono viscoso, como si yo no caminara por aire sino por un líquido espeso, denso. Cada paso costaba más que el anterior. Y mi vejiga amenazaba con traicionarme en cualquier momento.

Me detuve frente a una de las puertas. En el vidrio opaco se leía: “Departamento de Archivos y Correspondencia”. Dudé un momento. Tal vez ahí podría preguntar. O tal vez no. Pero ya no me importaba mucho. Giré el picaporte helado.

Dentro, una mujer de pelo recogido, prolijo, impecable, mecanografiaba sin levantar la vista. Llevaba una blusa blanca cerrada hasta el cuello y un rodete tirante como un lazo de advertencia. Era joven pero parecía vieja. El teléfono negro con disco giratorio a su lado no sonaba, pero aún así ella parecía escucharlo.

Me acerqué con cautela, casi disculpándome por existir. Y apenas estuve a medio metro de su escritorio, sin mirarme, dijo con voz seca:

—Segundo pasillo a la derecha, después de la máquina de café. La puerta sin cartel.

Me quedé quieto. No le había dicho nada. Ni mi nombre, ni mi pregunta, ni siquiera un carraspeo. Ella continuaba tipeando, como si yo ya no estuviese allí

—Gracias —alcancé a decir, aunque no estoy seguro de que lo haya oído.

Volví al pasillo. El eco de mis pasos parecía seguirme con un segundo de retraso, como si alguien caminara detrás de mí, copiando cada uno de mis movimientos con un leve desfase. Crucé el primer pasillo, el segundo, y divisé la máquina de café: una de esas viejas, con palancas cromadas, fuera de servicio. El olor a café rancio era fuerte. Algo dulce y fermentado flotaba en el aire, como si alguien hubiese derramado licor de café años atrás y nunca se hubiese secado del todo.

Y entonces la vi: la puerta sin cartel. De madera maciza, con una manija de bronce ajada por los años. Sentí un nudo en el estómago. No sabía por qué, pero estaba seguro de que algo no estaba bien detrás de esa puerta. Quizás fuera la forma en que vibraba ligeramente, como si respirara. O tal vez era el silencio súbito que se había hecho en el pasillo. Ni teclas. Ni papeles. Ni pasos. Solo mi respiración y la necesidad urgente de hacer pis.

Abrí la puerta.

Oscuridad. Un cuarto estrecho, sin ventanas. El interruptor estaba al costado. Lo toqué. Nada. Pero había una luz muy tenue que venía del fondo. Como una rendija. Avancé con pasos cortos. El suelo ya no era marqueterie: era cemento rugoso, irregular, casi húmedo. Y el olor cambió. Ya no era café, ni polvo. Era algo más ácido. Como óxido. Como sangre vieja.

Vi una segunda puerta. Más pequeña. Entreabierta. Y dentro, un inodoro. Antiguo. Con una cadena colgando del techo. La habitación estaba helada. Entré, agradecido, dispuesto a aliviar por fin la presión en mi cuerpo. 

Un respiro precario dentro de esa celda helada. Terminé y busqué con la mirada el lavamanos: estaba ahí, empotrado en la pared, apenas iluminado ahora por una lámpara de tubo que parpadeaba como si dudara de su propósito.

Lo extraño no era su aspecto —todo en ese edificio era extraño—, sino el artefacto que colgaba encima de la canilla. A simple vista parecía un viejo dispenser de jabón, pero no el líquido moderno: esto era otra cosa. Una carcasa de hierro que dejaba asomar dos rodillos cubiertos por lo que parecía ser jabón en barra endurecido, con una textura rugosa, casi metálica. Había una placa con letras grabadas: “HIGIENE AUTOMÁTICA – MODELO R49 – Uso exclusivo interno”.

Metí primero la mano derecha, apenas un par de segundos. Los rodillos giraron, raspando la palma y los dedos. La sensación no fue agradable, pero tampoco dolorosa. Una aspereza mecánica, como si una máquina ciega ejecutara una rutina sin entender qué estaba tocando. Después, con algo de duda, metí la izquierda.

Ahí fue distinto.

Apenas entraron los dedos, el sistema se activó con una violencia inesperada. Los rodillos apretaron, giraron más rápido, y algo se trabó. El índice quedó atrapado. Tiré con fuerza, pero era como si el aparato se hubiese cerrado sobre mí con intención.

Tuve que forzar el brazo hacia atrás, haciendo palanca con el cuerpo, hasta que un chasquido seco me anunció que algo había cedido.

Un ardor me recorrió el brazo, pero no había sangre. Nada que indicara una herida real. Miré la mano izquierda.

El dedo índice tenía una protuberancia en la yema. Brillaba. Una especie de bulto fluorescente, verdoso, como si una luciérnaga se hubiera incrustado bajo la piel. Pero no era orgánico. Al mirar más de cerca, vi que era una pieza metálica. Una tuerca. Pequeña, perfectamente embutida en la carne. No había corte. No había dolor ya, solo un hormigueo eléctrico, como si esa parte de mí empezara a funcionar con otra lógica.

—¿Qué carajo es esto…? —dije en voz baja, sin esperar respuesta.

Me acerqué al espejo sobre el lavamanos. El reflejo era borroso, empañado sin vapor. No había transpirado. No había vapor en el ambiente. Y sin embargo, la superficie temblaba levemente, como si no reflejara exactamente lo que debía.

Y entonces, en el reflejo, vi que no estaba solo.

La mujer de la blusa blanca estaba detrás de mí, apenas unos pasos más atrás, mirándome sin expresión.

Me giré.

Nada.

Vacío.

Solo el zumbido bajo de algún fluorescente agonizante en el pasillo.

Volví a mirar al espejo. Ella seguía ahí, pero ahora su imagen me imitaba. Hacía los mismos gestos que yo, pero un segundo antes. Como si me pensara antes de que yo actuara. Como si supiera lo que iba a hacer antes que yo mismo.

Mi dedo índice —el de la tuerca— empezó a moverse solo. Lento. Girando sobre sí mismo. Una vuelta. Dos. Tres. Como un tornillo que se ajusta o desajusta sin razón. El hormigueo creció.

No podía controlarlo.

Quise salir corriendo, pero el reflejo no se movió.

La puerta estaba abierta. El pasillo se estiraba hacia una oscuridad que no parecía tener final. El piso ya no era marqueterie. Era otro. Un material que imitaba la madera, pero más frío, más liso, como si el edificio hubiese decidido renovarse en medio de la pesadilla.

Avancé.

Los tubos de luz del techo chisporroteaban al pasar, uno por uno, como encendiéndose con mi proximidad y apagándose al dejar de verme. El dedo con la tuerca giraba por momentos sin mi permiso. O tal vez era yo quien ya no distinguía qué parte de mi cuerpo obedecía a mi voluntad y cuál no.

El pasillo, de pronto, terminó. Frente a mí: una puerta.

La misma.

De madera oscura, sin cartel.

La reconocí por la mancha ovalada sobre la superficie, como la silueta de una antigua chapa que fue arrancada hace años. Era idéntica a la del baño anterior. O al menos eso quise creer. Tal vez nunca había salido de ahí. Tal vez había entrado de nuevo sin notarlo.

Empujé.

El baño estaba intacto.

El lavamanos, el espejo, el dispensador con rodillos metálicos. Pero ahora sabía lo que me esperaba. El reflejo seguía empañado. Me acerqué al espejo con cautela. No había nadie detrás de mí. Esta vez. Mi rostro parecía más pálido. O tal vez el reflejo estaba amarillento. Era difícil decirlo.

Miré mi dedo.

La tuerca ya no estaba.

En su lugar, había una pequeña hendidura. Como si nunca hubiese existido.

Como si ese dolor no me perteneciera.

Lavé las manos sin meterlas en el aparato. Dejé correr el agua fría. Me incliné para mojarme la cara.

Y entonces, al levantar la vista, me encontré frente al espejo… justo en el momento en que entraba al baño.

Era yo.

Entrando.

Reflejado.

Con los mismos pasos.

El mismo gesto apurado.

El mismo rostro de quien está a punto de desbordarse.

Me giré.

La puerta se abrió.

Y entré.

Yo mismo.

Me vi entrar.

Y me vi mirarme.

El que acababa de entrar me miraba con la misma cara de incredulidad que yo había tenido segundos antes. Pero no hizo nada. Caminó hacia el inodoro. Repitió mi camino exacto. Yo retrocedí contra la pared, sin poder entender cómo era posible.

Quise gritarle algo. Advertirle. Pero sabía que no iba a servirme. Porque ya lo había vivido. Porque ya había estado ahí. Porque ese otro yo no podía escucharme.

No era una repetición perfecta. Cada vuelta era distinta. Sutilmente. Como si el edificio improvisara variaciones sobre una melodía enfermiza. El segundo yo se lavó las manos. Esta vez, metió solo la izquierda. El rodillo lo atrapó. Lo vi tirar. Lo vi gemir.

Y cuando extrajo la mano, en lugar de una tuerca, tenía incrustado un reloj pequeño. Redondo. Sin agujas.  Fluorescente.

Lo sostuvo en la palma como si fuera un insecto vivo.

Y entonces desapareció.

No explotó. No gritó. No se esfumó como en una película. Simplemente, ya no estaba.

Me quedé solo.

Otra vez.

Hasta que la puerta se abrió.

Y entré.

Por tercera vez.

Ya no había sorpresa.

Ya no había negación.

Lo entendí como se entienden las cosas en los sueños: sin pensar.

Era el mismo lugar. Pero cada vez algo cambiaba. Una voz distinta en el pasillo. Un leve cambio de luz. El espejo con una grieta nueva. El dispensador con una placa oxidada. La secretaria, a veces, me saludaba con una sonrisa. A veces, ni me veía.

Y cada vez, al lavarme las manos, algo diferente quedaba atrapado en mí.

Una tuerca. Un reloj. Un anillo sin símbolo. Una tecla de máquina de escribir.

En una vuelta, el dedo índice directamente no volvió.

Solo un pequeño perno cromado ocupaba su lugar.

Me pregunté si estaba acumulando piezas de una maquinaria más grande. Si cada yo que entraba dejaba una parte en ese baño y se volvía otra cosa al salir. Si es que alguno realmente salía.

¿Y si el edificio no era un lugar, sino un mecanismo?

¿Y si nosotros, los que lo recorríamos, éramos solo repuestos?

Quise volver al ascensor jaula. Pero no estaba. Ya no lo encontraba. Caminaba los mismos pasillos, giraba en las mismas esquinas, pero la jaula siempre estaba en el piso de arriba, o abajo, o no llegaba nunca.

En su lugar, había puertas.

Siempre la misma.

Siempre sin cartel.

A veces me siento esperando junto al lavamanos.

Veo entrar al próximo.

Lo observo.

Lo compadezco.

Pero también lo envidio.

Todavía no sabe.

Todavía cree que está buscando un baño.

Todavía cree que puede irse.

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