Aterrizó dando la espalda contra el colchón, desde una altura más que considerable o -al menos- esa era la sensación cada vez que despertaba de una pesadilla, y se sacudió eléctricamente.
Miró hacia a la derecha por la ventana y advirtió que estaba amaneciendo. Giró hacia el lado que daba a la pared y tomó el reloj de la mesa de noche. Un cuarto pasadas las seis decía.
Como casi siempre, notó que la cama estaba toda deshecha, a pesar de llevar años durmiendo solo y de un mismo lado únicamente. O a lo sumo, eso creía.
Se incorporó, apoyó los pies sobre el piso y se dirigió descalzo hasta el cuarto de baño. Encendió la luz, orinó con ganas, presionó el botón del depósito y se quedó viendo como el agua giraba con fuerza en el inodoro.
Recorrió los cincuenta pasos que lo separaban de la cocina, donde había tomado la decisión de preparar un té. Mientras cargaba el agua en la pava e iba por el encendedor, pensaba qué habría sido lo que había soñado y que ahora no recordaba. A juzgar por la reacción física, estaba más cerca de esas historias retorcidas de siempre que de un sueño afable.
Buscó en la alacena izquierda un té de tilo para ver si se relajaba y, en el camino, recordó que necesitaba reponer el stock de bolsas de residuos porque esas del súper hacían que se mojara el tacho de los desperdicios.
Retiró el saquito de la taza antes de lo debido probablemente -pensó- porque la infusión, si bien estaba humeante, tenía un color que asemejaba bastante a la mancha de humedad del pasillo de la entrada al departamento.
Se sentó en la mecedora que era de su abuela y que estaba estratégicamente ubicada en un ángulo del ventanal que daba a la calle. Ahí recordó que esa mecedora era, posiblemente, el recuerdo más sólido que guardaba de ella. Llegar del colegio todas las tardes y verla hamacándose lentamente, mientras oía algún tango en la radio. En ese recuerdo estaba, cuando se quemó la lengua con el té y la mirada fue a parar al techo, al mismo tiempo que exhalaba una puteada.
Al bajar la cabeza, lo vio. Al principio, lo atribuyó a esos pliegues que hacen las sombras en las paredes cuando la iluminación es defectuosa y que podrían parecerse a cualquier cosa, pero dudó -claro- porque el fondo era un cielo celeste que no presentaba ni una sola nube.
Mientras sostenía la taza con la mano derecha, se restregó los ojos con la otra, al mismo tiempo que detenía el vaivén de la silla para enfocarse mejor. Sí, no quedaban dudas. Lo que al principio le pareció percibir, ahora, era una certeza. En la esquina izquierda de la medianera, vestido completamente de blanco, un chico de no más de cinco o seis años lo observaba cruzado de piernas.
Lo primero que pensó fue: “¿cómo había podido llegar ahí?”. La pared era lindera con otro edificio y, del otro lado, no había una terraza lo suficientemente cerca como para que alguien -ni ese chiquito ni nadie- pudiese subir a ese borde y sentarse sin la ayuda de una escalera por lo menos.
Después de esta conclusión y mientras el chico seguía observándolo, intentó revisar su archivo mental para tratar de pensar si lo conocía de antes. A decir verdad, no era de los más memoriosos del mundo, pero llevaba más de diez años viviendo en este edificio, por lo que estimó que podría reconocerlo.
A medida que hurgaba en su cabeza en vano, en paralelo, seguía viendo al niño que -ahora- le sonreía con unos dientes blancos preciosos. Con un resto de espacio que le quedaba en su aturdida mente, intentó dilucidar cómo había llegado el pequeño a sentarse allí.
Un instante de duda lo asaltó respecto de pararse y llamar a los bomberos con intención de rescate. Pero no atinó a adelantarse en la mecedora, cuando se quedó congelado ante la sola idea de pensar que el chico lo miraba tan fijamente que, quizás, si él osaba pestañear, vaya a saber que sucedería.
En esas deducciones estaba, cuando el niño rubio, de dientes blancos y ropa del mismo tono, levantó primero la pierna derecha y luego la izquierda para flexionarlas y, en la misma posición de sentado, llevarlas cerca del pecho. Con los pies apoyados en la cornisa, se incorporó de un salto que hubiese dejado muda a la platea del circo más pintado y que le hizo dejar caer la taza de té de entre sus dedos, que dio contra el suelo y se hizo añicos.
No obstante esto, nunca le sacó la vista de encima al pequeño. Sentía que la vida de ese ser tan frágil dependía de que él no apartara su mirada.
Allí fue cuando sucedió. El niño caminó ese corto trayecto que quedaba para llegar al borde de la pared, extendió el pie derecho que quedó suspendido en el aire mientras inflaba el torso, con los brazos en cruz y las palmas de las manos hacia abajo. Un diminuto salto hizo que fuera hacia abajo por un instante y, luego, ganara altura con rumbo al horizonte -donde el sol ya estaba a pleno- mientras sacudía los brazos con un suave aleteo.
Pensó en juntar los pedazos de la taza y limpiar, pero solamente después de tirarse otro par de horitas.