Raimundo

Raimundo era poseedor de una cicatriz que le cruzaba de lado a lado en medio de su frente. Sólo se disimulaba cuando se reía o se asombraba, dos cuestiones que a decir verdad le sucedían muy de vez en cuando.

Su pelo era castaño oscuro, más bien ondulado, y por lo general lo cubría con una gorra o un pañuelo.

Raimundo era tan flaco, pero tan flaco, que sus tobillos podían rodearse usando el pulgar y el índice formando un anillo. Usaba un jean, del que no recordaba quien se lo había regalado y al que debía atar con una soga para que no se le cayera.

En invierno esperaba con ansias los jueves que era el día que el restaurante “La tía Nora” hacía lentejas. Por suerte para él, la cocinera siempre calculaba mal las cantidades y Raimundo recibía una gran ración de ese suculento guiso.

Era un fumador nato, de todo el día, de toda su vida. Y estaba siempre a la expectativa de aquel transeúnte apurado, en la semana, que tiraba el cigarrillo a medio fumar porque venía el colectivo o porque debía entrar en el edificio de oficinas de la esquina donde Raimundo paraba. El fin de semana se le complicaba un poco más conseguir así, pero se las arreglaba siempre para comprarse un paquete en el drugstore que estaba abierto las veinticuatro horas.

Raimundo tenía el dedo índice de la mano derecha con la uña partida a la mitad. Cuentan que se lo hizo con la sierra eléctrica de la carnicería “Los amigos” cuando hizo una changa para ganarse unos mangos.

Cuidaba autos y con las propinas últimamente las cosas habían mejorado. 

En una oportunidad, uno de esos encargados de edificio le regaló un balde y un secador y comenzó a limpiar vidrios en los cortes de semáforo. 

En el barrio era amigo de algunos porteros, de Raúl el dueño del kiosco de diarios y de Cristóbal el encargado de abrir y cerrar las puertas de la escuela. Escuela en la que a Raimundo le hubiese gustado estudiar, o al menos eso pensaba muy de vez en cuando.

A Raimundo le gustaba sentarse a fumar y pensar después de las siete de la tarde. Solo. Y no pasaba un día en que no se acordara de su abuela Lara y su abuelo Marcial y lo bien que estaba en su casa hasta que fallecieron, casi al mismo tiempo y con doce años tuvo que escaparse para no terminar en un orfanato.

Si hubiese podido le habría gustado tener una bicicleta y salir a dar vueltas por el barrio. Eso lo reemplazaba por algunas caminatas largas los días domingo.

En verano, la cosa era distinta porque con algunos amigos de la estación se juntaban y tomaban algún vinito que compraban haciendo una colecta. Allí se sentía acompañado, sobre todo por Javier que era una de sus mejores compañías, aunque era de desaparecer y reaparecer muy seguido, hasta que un día no reapareció más..

Lo que más preocupaba a Raimundo era la lluvia, porque se le mojaba el colchón y secarlo era un verdadero drama. Por eso siempre se lo podía ver de muy mal humor en aquellas mañanas de cielo encapotado.

Raimundo tenía un par de zapatillas que adoraba. Eran de color gris y con cordones azules y tenían la suela blanca que él cuidaba con profundo esmero. 

Casi todas las tardes iba a un local de la estación donde compraba una bolsa de maní con chocolate que no le gustaba compartir. 

Falleció. Atropellado por un auto cuando cruzó sin mirar la calle, porque se le iba el cuarto auto de la hilera sin dejarle propina.

Related posts

Sala de espera

Capítulo III: El hermano

Capitulo II: La escuela