Historias (Ficción)
Había una noche tranquila y apacible en la pequeña casa de campo en la que Pedro pasaba algún que otro fin de semana. Sentado en el acogedor living, cansado de la larga caminata que había emprendido ese sábado, se rindió ante el letargo y se quedó dormido
Ahora, sin solución de continuidad, Pedro se encontraba al volante de su automóvil, conduciendo por una solitaria y serpenteante ruta. Sin embargo, algo inusual se desplegaba frente a sus ojos: una densa niebla cubría todo el horizonte, envolviendo el paisaje en una atmósfera de incertidumbre. A pesar de la visibilidad reducida, seguía avanzando, guiado por una inexplicable fuerza que lo impulsaba.
De repente, un impacto lo sacudió y el sonido estruendoso del choque llenó el aire. El auto se frenó bruscamente y Pedro quedó paralizado en su asiento, desorientado y aturdido.
Trató de recobrar la compostura y evaluar la situación, pero la niebla persistente dificultaba su percepción. Su mente se llenó de preguntas inquietantes: ¿Qué había atropellado en su camino? ¿Era un ser vivo, un objeto inanimado o algo completamente distinto?
Con el corazón latiendo cada vez con más fuerza, decidió aventurarse fuera del automóvil y adentrarse en la espesa niebla. Cautelosamente, avanzó a través del velo blanco, buscando pistas que le revelaran la naturaleza de su accidente. Cada paso que daba lo sumergía más en la inquietante incertidumbre, pero la determinación no dejaba espacio para el miedo.
A medida que se adentraba en la neblina, la realidad parecía desvanecerse y fundirse con su propio subconsciente. Imágenes fugaces y fragmentadas se materializaban ante sus ojos, insinuando posibles respuestas a sus inquietudes. Un destello de metal retorcido, un eco de voces desconocidas y el aroma inconfundible de la madera quemada se entrelazaban en su mente, creando un mosaico de posibilidades.
El tiempo, en ese enigmático lugar, se desvanecía en un juego caprichoso. Horas, días, quizás semanas, todo se desdibujaba en una amalgama de momentos suspendidos. Pedro se debatía entre la desesperación y la esperanza, su anhelo por descubrir la verdad era su guía.
Finalmente, después de lo que pareció una eternidad, una figura emergió de la bruma. Un anciano de cabellos plateados, cuyo semblante denotaba sabiduría y enigma. Con una voz grave y suave, pronunció palabras que resonaron en lo más profundo de Pedro: “El verdadero misterio no radica en lo que has atropellado, sino en el enigma de tu propia existencia”.
Con esas palabras, la niebla comenzó a disiparse lentamente, revelando la escena que se encontraba ante Pedro: Nada, la nada misma.
No había rastro de accidente, ni señales de daño o destrucción. Era como si nada hubiera ocurrido, y la sensación de confusión envolvió a Pedro en una mezcla de alivio y angustia..
El anciano se mantuvo en silencio, observando su expresión perpleja. Finalmente, al cabo de un rato, habló de nuevo, esta vez con un tono aún más calmo: “No necesitas comprender lo que ha pasado, sólo experimentarlo”.
Pedro asintió lentamente, asimilando las palabras del anciano. Comprendió que su sueño era más que un simple accidente en una niebla densa. Era una invitación a explorar las profundidades de su propia existencia y a abrazar los enigmas que se presentaban en el camino.
Despertó de su sueño con una sensación renovada de curiosidad y fascinación. Aunque seguía sin conocer la naturaleza exacta de su encuentro en el sueño, había descubierto una nueva pasión por explorar los misterios que la vida le presentaba. Se prometió a sí mismo que no se dejaría atrapar por la monotonía cotidiana, sino que se aventuraría audazmente en lo desconocido, buscando respuestas y disfrutando del suspenso que la vida tenía reservado para él.
Con el paso de los días, Pedro comenzó a notar los pequeños enigmas que se escondían en su entorno. Desde los matices cambiantes del cielo al atardecer hasta las sonrisas enigmáticas de los extraños en la calle, cada momento se convirtió en una oportunidad para desentrañar los secretos que la vida le ofrecía.
Una tarde, un semanas después a la hora del invierno en que no podríamos decir si se está haciendo de noche o está amaneciendo, Pedro salió del local de artículos de pesca, llegó hasta la esquina de la avenida y vió maravillado como un perro tomaba agua de un bebedero. En ese pensamiento estaba, cuando fue atropellado por un ómnibus que no tenía los papeles en regla para circular.
Murió en el acto.