Historias (Ficción)
Aquel amanecer de julio en el que Augusto conducía su 504 con rumbo a “La arbolada” el frío arreciaba y la temperatura estaba por debajo de cero en la ruta 9.
Lo atestigua el tiempo que estuvo, cebador mediante, para poder dar arranque a su vehículo.
En otras circunstancias menos especiales, si se le puede poner ese término a las actuales, hubiese bajado del monoambiente munido de una pava con agua hirviendo y ¡santo remedio!. Es que el gasolero necesitaba si o si de esa “ayuda” y eso hizo que la salida demorara varios minutos.
Recordó en ese momento una de las primeras veces en las que manejó en el campo. Por insistencia de Tere, Braulio uno de los ayudantes directos de Remo Gugnali se ofreció a impartirle algunas clases y guiarlo.
Era una mañana fría como esta y Braulio le indicó que pusiera el cebador para arrancar la pick up Ford que era uno de los vehículos de la flota que solía recorrer el campo, en aquella época en la que “La arbolada” tenía varios coches y camionetas en su haber. Otros tiempos menos dramáticos, pensó.
“Tire la palanquita hacia afuera don Augusto, dos patadas al acelerador para que suba el gasoil y ¡a la lona!”, repetía la voz aflautada de Braulio una y dos veces, característica del hombre para cualquier tipo de intercambio discursivo.
La primera vez que Augusto lo hizo, generó que la pick up se “ahogara” producto del exceso de gasoil y cuando este tipo de cosas sucedían la posibilidad de que en los varios intentos la batería se agotase estaba entre los desenlaces más claros.
Para colmo, esa primera vez que Augusto lo intentó, paraditos en hilera, cual séquito despidiendo a la corte real, estaban expectantes al costado del camino, esperando el bautismo de fuego, Tere, Roberta, Gugnali, y Santiago que esperaba su turno. La única que no había sido de la partida era Fefe, que esa mañana estaba particularmente deprimida. Como siempre desde la muerte de su esposo, pero algunos días eran peores que otros.
Ya se ahogó. ¿No sienten el olor a gasoil? dijo lapidario Remo Gugnali, mientras Tere se lamentaba y Santiago reía por dentro.
Augusto, las manos transpiradas apoyadas en el volante y sin mirar hacia afuera, podía intuir como todos posaban la vista sobre él. Sobre todo Santiago que a esas alturas estaría pensando lo idiota que era su hermano. Es que Santiago por lo general hacía todo bien, si de destrezas físicas o manuales se trataba. Por supuesto que todo lo contrario al mayor de los hijos Urquiza Sebreli.
“Baje si le parece y yo lo arranco don Augusto”, le indicó Braulio. Augusto, derrotado, abrió la puerta y descendió de la pick up.
Antes de que Braulio hiciese lo propio y rodease el vehículo, Santiago se escurrió al asiento del conductor, sacó la perilla del cebador tres cuartos hacia afuera, puso la palanca en primera, fue soltando de a poco el embrague y arrancó el vehículo.
¡Bien Santiago! fue el grito que se le escapó a Gugnali desde afuera e inmediatamente retornó a la corrección que lo caracterizaba.
En ese momento, Santiago presionó el acelerador y salió a toda marcha por el camino de tierra. Tan inesperada fue la situación que Braulio tuvo que cerrar la puerta de apuro para no llevarla flameando.
La necesidad de cargar gasoil a la altura de Zárate lo despejó de esos recuerdos y lo trajo al presente. A su realidad y a la visita que debía concretar para encarar a Santiago.
“Hace tiempo que debí haberlo hecho. Dejé pasar muchos años y nunca pedí explicaciones”. Se repetía una y otra vez durante el trayecto.
Es que desde la muerte de su padre, su madre había quedado paralizada en una importante depresión de la que nunca pudo salir y que finalmente la condujo a la muerte. Esa misma depresión permitió el ingreso como administrador de Gugnali.
Vamos a decir la verdad, al principio no te importó, pensaba mientras le daba una pitada larga a su cigarro. Es más, me hicieron un favor porque no tenía ninguna voluntad de ponerme a trabajar en el campo. ¿Y la voluntad de qué tenías? Bueno ese es otro tema, no te desvíes ahora, se reprochó como era característico en sus soliloquios.
Entró Gugnali y las cosas cambiaron. Ya no se notaba que estábamos holgados de dinero. Y cuando se hizo cargo Santiago fue peor, no se podía pedir nada. Yo igualmente no quería nada, pero pensaba en mamá y en Tere, hasta le escatimó el arreglo de la calefacción de Rodríguez Peña. Hijo de mil p…! se frenó y se dio cuenta que estaba haciendo tanta presión en el volante que le ardían las palmas de las manos.
Ahora ya no queda nadie, no queda nada, pero necesito decírselo en la cara. Metete la plata en el ojete Santiago, me cago en vos y en todo lo que te rodea y nos quitaste. No puedo creer que seas mi hermano. ¡Tramposo!
Trató de calmarse y poner orden a su cólera, mientras marcaba la luz de giro a la derecha para salir de ruta y enfilar al camino que lo llevaría al ingreso al campo.
Doce kilómetros lo separaban de “La Arbolada”. Doce kilómetros para encontrarse con Santiago cara a cara. Doce kilómetros para por primera vez expresar sus verdades, hacerse valer, imponer su voz ante los demás. Doce kilómetros por última vez en su vida.