
Despierto. O mejor dicho, abro los ojos, porque despierto ya estaba hacía rato. No hay un corte abrupto entre el sueño y la vigilia, solo un deslizamiento lento, imperceptible, como cuando el agua sube de nivel en un río y nadie lo nota hasta que ya es otra corriente.
Hace tiempo que dormir se volvió un trámite corto. Cuatro, cinco horas, a veces menos. Y luego la conciencia, como un motor al que no le falta combustible pero sí la capacidad de apagarse.
Las nubes avanzan en el techo de mi cuarto, rápidas, casi ansiosas. No son nubes. Son volutas de humo, denso y gris, que se enroscan unas sobre otras, como si quisieran imitar formas. Me recuerdan a una película de Humphrey Bogart, al humo de su cigarro perdiéndose en el aire cargado de un bar en blanco y negro. Es un truco de la vista, lo sé. Un juego de la penumbra, del entrecerrar los ojos justo lo suficiente como para engañarme un poco más.
Intento definir mi estado, pero es difícil, como si las palabras no fueran suficientes o no existieran en el orden correcto. No es solo cansancio. No es solo melancolía. Es una combinación de agotamiento y un peso químico, una bruma en la mente que no se disuelve. Lo que sí sé, con certeza, es que no es de hoy. No podría precisar cuándo comenzó, pero no fue ahora. No fue ayer.
Un viento plácido entra por la ventana y se filtra entre las sábanas, acariciando la piel expuesta de mis brazos. El sonido de la cadena de la cortina se mece con él, un tintineo suave, casi hipnótico. Lo dejo estar, al principio. Me concentro en su ritmo, en su liviandad. Pero a medida que pasan los segundos, la repetición se vuelve insoportable. Un sonido más entre los muchos que se filtran en mi cabeza y que no puedo apagar.
Me incorporo, apoyando primero la pierna derecha, luego la izquierda. Me estiro lo justo y necesario para enganchar la cadena al borde de la ventana. Silencio. Respiro. Me vuelvo a acostar.
Algunos ruidos calman. Otros enloquecen.
De chico, el golpeteo de la lluvia sobre el toldo del patio me tranquilizaba. Me hacía pensar que yo estaba a salvo, protegido, mientras alguien allá afuera se mojaba. Nunca me pregunté quién era ese alguien. Solo sabía que existía.
Cierro los ojos de nuevo. Sé que no voy a dormirme, pero me permito el ritual de intentarlo. El autoengaño del insomne.
¿Y mientras tanto? Pensar. Siempre pensar.
Alguien me dijo hace poco que debería pensar más. Me reí. ¿Más? Me la paso pensando. Es lo único que hago, lo único que sé hacer medianamente bien. Sin descansos, sin pausas, sin la posibilidad de poner un cartel de “cerrado por feriado”.
Dicen que hay gente que puede poner la mente en blanco. Un vacío total. Como una hoja limpia, como el mar en calma. ¡Qué privilegio!
No es mi caso. Ni siquiera cuando duermo.
Porque sueño, y últimamente recuerdo cada detalle. Cada rostro, cada palabra dicha y no dicha. Todo se queda pegado, incrustado en los rincones de la memoria como si fueran escenas de una obra que se representa una y otra vez, pero siempre con una leve variación, con un matiz nuevo que la hace distinta sin dejar de ser la misma.
Pensar en el pasado es mi deporte favorito. Lo hago sin esfuerzo, sin proponérmelo. Todo está ahí, al alcance de la mano. Cierro los ojos y lo veo. No como si lo reviviera, sino como si lo estuviera observando desde afuera. Siempre desde afuera.
Es curioso. En mis sueños, en mis recuerdos, en mi propia historia… no soy protagonista. Soy espectador. Un director viendo cómo los actores se mueven en el escenario, corrigiendo posturas, midiendo el ritmo de los diálogos, asegurándose de que cada gesto sea el correcto. Pero nunca dentro de la escena. Nunca sintiendo lo que se supone que debería sentir.
Dicen que quienes sueñan en tercera persona son perfeccionistas. Que no soportan la improvisación. Que necesitan que todo esté bajo control. Casi mi biografía.
Las volutas de humo desaparecen. Ya no hay ilusiones ópticas, solo el techo de mi cuarto.
Son las seis y diez de la mañana. Es verano. El sol empieza a despuntar.
El día se activa en mi cabeza antes de que lo haga mi cuerpo. Repaso estrategias, preveo complicaciones, diseño respuestas anticipadas. Antes de levantarme, ya me he convencido tres o cuatro veces de que no debería hacerlo.
Primera razón para quedarme en la cama: el cansancio. No es solo sueño. Es el cuerpo, que se siente viejo. Todas mis articulaciones duelen. Todas. Me muevo y cada músculo protesta.
Giro hacia la ventana. Mi perra necesita salir. Medio giro más.
Otra razón: nadie debería necesitarme. Nadie debería hacerme preguntas cuyas respuestas ya saben de antemano. Otro medio giro.
Las obligaciones, los compromisos, la gente que depende de mí. Vos lo quisiste. Vos lo hiciste. Vos lo tenés.
De nuevo la ventana. Un agujerito mínimo en la pared del balcón. Voy a tener que taparlo. No sé cuándo, pero lo haré. Porque no soporto las cosas rotas. Porque necesito que todo esté en su lugar.
Son las seis y quince. Hay que tomar una decisión. Drástica. Definitiva.
El pasado vuelve. Me gusta el pasado. Me gusta su ritmo, sus frases, la liviandad con la que la gente vivía. ¿Habré arruinado algo? ¿Alguien? No importa. Si lo hice, fue desde el amor.
Hoy todo se analiza. Se mide. Se pesa. Se calcula el impacto de cada palabra antes de decirla.
Pienso en lo que dije. En lo que hice. En lo que dejé sin decir.
¿Y si dejamos todo acá?
¿Y si encontramos una forma de huir?
Son las seis y veinticinco. Si no salgo ahora, el encargado va a regar la vereda y me va a mirar mal cuando marque el palier con mis pisadas.
Cambio y fuera.