—Tenemos diecinueve solicitudes, Mayra —dijo Gabriel mientras repasaba con el lápiz los tildes en la lista.
—Creo que podríamos pensar en una más, ¿no te parece?
Desde que otras ciencias, además de la medicina y la genética, habían tomado el control de la maternidad planificada, los padres podían solicitar, además del color de ojos, cabello y estructura ósea básica, características como personalidad, tipo de inteligencia, control emocional y hasta inclinaciones artísticas. Las listas de requisitos para futuros hijos crecían cada vez más, reflejando no solo los deseos de los padres, sino también las expectativas sociales de lo que significa un ser “ideal”.
Ya no bastaba con desear salud o felicidad; ahora, se trataba de personalizar. Criar a un hijo era casi como encargar un proyecto constructivo, y cada decisión debía tomarse con extremo cuidado.
Mayra y Gabriel, padres primerizos, no eran la excepción. A sus 28 y 29 años, respectivamente, se encontraban frente a una lista cuidadosamente diseñada.
Habían decidido, con gran esfuerzo, mantenerla en privado. Las opiniones de amigos y familiares, aunque constantes, no habían influido en sus elecciones. Este detalle los llenaba de orgullo, pero también de dudas.
Gabriel, ingeniero civil, había pasado semanas revisando artículos sobre genética y predicciones conductuales. Mayra, kinesióloga y apasionada del deporte, veía esto como una oportunidad única para dar a su hija lo que ella no había tenido: opciones claras, un futuro planeado.
—¿De verdad necesitamos otra solicitud? —preguntó Gabriel, levantando la mirada del papel.
—No lo sé. Siento que falta algo importante, algo que no estamos viendo —respondió Mayra mientras giraba la cuchara en su taza de café humeante.
—Bueno, repasemos —dijo él, dispuesto a seguir el debate. Levantó el anotador y comenzó a leer en voz alta:
- Nombre: Amanda.
- Altura al llegar a la adultez: 1.65 metros.
- Pelo: Rubio.
- Tez: Blanca.
- Contextura física: Delgada.
—¿Seguro que no hay algo intermedio? —interrumpió Mayra.
—Te lo dije antes. Las opciones son limitadas. Si elegimos algo como “atlética” corremos el riesgo de que no encaje en los estándares sociales más adelante.
—Pero “delgada” no garantiza nada. Podría desarrollar problemas de salud o autoestima.
Gabriel suspiró. Habían tenido esta discusión varias veces antes, y siempre terminaba en un empate incómodo. Continuó leyendo:
- Deporte que practicará: Tenis.
Mayra sonrió levemente, recordando sus días en el club. Aunque nunca había sido buena en ese deporte, le tenía un cariño especial.
—Esto sí me gusta. Es un deporte elegante, disciplinado, y además divertido —dijo.
- Segunda lengua: Italiano.
—¿Segurísimo? —preguntó ella.
—Sí, siempre lo quise aprender, y sé que a mi bisabuelo le habría encantado que se mantuviera vivo en la familia.
Gabriel siguió avanzando hacia los rasgos más abstractos, aquellos que no podían medirse con centímetros ni colores.
- Que sea amiga de sus amigos.
- Que esté consciente de la libertad individual.
- Que sepa dar y compartir.
- Que tenga capacidad de amar.
Mayra lo interrumpió de nuevo, esta vez con lágrimas en los ojos. Gabriel bajó el anotador, preocupado.
—¿Qué pasa May?
—No lo sé, de repente me siento… abrumada.
—¿Por qué? Estamos eligiendo lo mejor para ella.
Mayra negó con la cabeza, intentando organizar sus pensamientos.
—Eso es lo que me asusta, Gabi. ¿Y si esto no es lo mejor? ¿Y si lo estamos complicando todo innecesariamente?
Gabriel frunció el ceño, confundido.
—¿A qué te referís?
—No sé cómo explicarlo. Es como si estuviéramos olvidando algo fundamental. Algo que no puede ponerse en una lista ni definirse en un formulario.
El silencio llenó la habitación, interrumpido solo por el tenue zumbido del reloj en la pared. Gabriel dejó el anotador sobre la mesa y tomó la mano de Mayra.
—¿Crees que estamos siendo demasiado rígidos? —preguntó él finalmente.
—Sí. Tal vez Amanda no necesita ser perfecta, Gabi. Tal vez solo necesita ser nuestra.
Las palabras resonaron entre ellos con una fuerza inesperada. En un mundo donde todo podía planearse y ajustarse, Mayra y Gabriel se enfrentaban a una verdad incómoda: la vida era, por naturaleza, impredecible.
Decidieron dejar de lado la lista esa misma noche. La guardaron en un cajón, no para olvidarla, sino para recordar que sus expectativas no debían definir el futuro de su hija. Amanda llegaría al mundo con todo lo que la genética y la vida le ofrecieran, y ellos estarían ahí para guiarla, no para controlarla.
Cuando Amanda nació meses después, todo lo que habían planeado perdió relevancia frente a la intensidad del momento. Su llanto llenó la sala de parto, y Gabriel y Mayra, tomados de la mano, comprendieron que ninguna lista podría capturar la magnitud de lo que significaba ser padres.
Con el tiempo, Amanda mostró ser todo lo que jamás habrían imaginado. Era creativa, testaruda, apasionada y, sobre todo, auténtica. Mayra y Gabriel la vieron cometer errores, aprender, crecer, y descubrieron que la imperfección era, en sí misma, un regalo.
Una noche, mientras Amanda dormía profundamente, Gabriel encontró la vieja lista en el cajón del escritorio. La leyó en silencio y luego la rompió en pedazos. No desde un lugar de enojo, sino porque entendió que ya no importaba.
Lo que Amanda necesitaba nunca estuvo en ese papel, nunca fue un punto en esa lista de prioridades. Siempre estuvo en ellos: el amor incondicional, la paciencia y el compromiso de estar presentes, pase lo que pase.
De ese modo, no planeando tanto el futuro, empezaron a vivirlo.