TENGO ALGUNOS PRINCIPIOS Y MUCHOS FINALES

La guerra silenciosa

Por wpetina

Hay una guerra en esta casa. No se libra con cañones ni estruendo: su pólvora es el silencio, sus proyectiles pequeñas alteraciones del espacio. Esta guerra la declara Alba todas las semanas al franquear el umbral. Alba, aparentemente una simple asistenta doméstica, es en realidad la sombra que reinventa mi casa, gota a gota, en un plan obscuro cuyo único fin es quebrar mi juicio.

La primera vez que advertí algo extraño fue un lunes al mediodía. Regresé de la oficina y noté que el cenicero, pieza clave en mi ritual nocturno, estaba dos centímetros más cerca del borde de la mesa. Lo empujé con el índice para devolverlo a su sitio. Sentí un leve click bajo la cerámica, como si aquel gesto activará un resorte invisible. Encendí un cigarrillo, cosa poco habitual para mí en ese horario, y el humo se enredó en mi garganta con un sabor metálico. Fue mi primera herida.

Las cosas pequeñas importan cuando habitas un mundo de precisión obsesiva. Cada objeto en mi casa ha sido colocado con una lógica de relojería: la taza de café exactamente a veinte centímetros de la orilla del escritorio, la lámpara orientada a 37 grados respecto al sofá, los libros de Houellebecq en el estante de medio con los lomos hacia afuera. Todo responde a un mapa mental que solo yo conozco.

Alba irrumpió esa tarde sin disimulo: barriendo con energía, hablando en voz baja al teléfono, como si informara a un cuartel general. Ella no ve mi cuaderno lleno de anotaciones de posiciones y desplazamientos; no advierte mis marcas casi invisibles en los marcos de las puertas. Pero yo sí la veo a ella: una figura recortada contra la luz mortecina del pasillo, con el trapo colgando de la mano como un estandarte.

Le comenté a mi hija:
—Mira bien la planta del balcón. ¿No te parece que está más cerca de la pared?
Ella negó con pereza, como quien apaga una luz que la molesta.
—Papá, ya te dije que igual te equivocás. Las plantas se mueven con el viento.

Creí haber plantado la semilla de la duda en su mente. Fue al revés: ella sembró la mía. Comencé a cuestionarme: ¿y si realmente mi memoria falla? ¿Si el cansancio me juega trucos? Cada noche repasaba en silencio el croquis mental de mi hogar, confrontándolo con la realidad. Había discrepancias sutiles, casi imperceptibles, pero suficientes para desatar la tormenta interior.

Dormía con un ojo abierto, esperando el crujido de una silla girada, el susurro de un objeto que vuelve a su lugar con manos ajenas. Soñaba con muros que se estrechaban, pasillos que se alargaban, escaleras que bajaban al vacío. En mis sueños Alba era un espectro: un rostro sin rasgos, un cuerpo que se desdobla en cien manos que mueven centenares de centelleantes figuritas de mi casa en una maqueta interminable.

La fantasía alcanzó su cénit cuando la imaginé construyendo, en secreto, una réplica a escala de mi hogar. En mi mente, aquel reducto diminuto estaba iluminado por una bombilla mortecina. Alba modelaba sillones con trozos de cartón, recortaba en papel las hojas de mis plantas, forraba los libros con finísimos retazos de tela. Con una regla de metal y unas pinzas de depilar, desplazaba cada objeto mínimo, calibrando el caos futuro.

Mi obsesión bordó el delirio: llegué a pensar que la maqueta no era estática, sino dinámica. Que cada martes por la noche, tras barrer el pasillo, Alba encendía un mecanismo secreto: un motor diminuto que giraba la casita de cartón, alteraba la posición de la micro-silla, anotaba en un cuaderno de tapa verde las coordenadas exactas del nuevo orden. Y que esas órdenes, como hechizos, se transferían a la casa real al despuntar los primeros rayos de sol de la mañana.

Decidí actuar. Aquella semana me fui de la oficina con disimulo, regresé antes de lo habitual, estacione el auto en la cochera pero subí los pisos que separaban el subsuelo de mi departamento por escalera, para evitar el ruido de la parada brusca del ascensor.

Abrí la puerta con sigilo. El living estaba en calma, la luz amarillenta proyectaba sombras alargadas. Mi pulso latía con estridencia, las manos me transpiraban. Avancé hacia el centro de la habitación: ningún indicio de maqueta, ningún susurro mecánico. Solo el latido de mi propia obsesión.

Entonces la vi. No de rodillas, sino erguida, inmóvil, con la espalda erguida y la cabeza girada hacia el ventanal. No había maqueta, solo el reflejo de su figura en el cristal. Al percatarse de mi respiración contenida, giró los ojos. Aquellos ojos grises —fríos como acero más frío— me atravesaron. Su voz, al hablar, fue un cuchillo deslizándose:
—Que raro verlo por acá a estas horas.
No añadió más. Con ese silencio lo dijo todo: “Te encontré en mi territorio”.

Di un paso atrás. Mi corazón retumbó en mis oídos. Alba sonrió apenas, giró sobre sí misma y se fue hacia los cuartos.. El eco de sus pasos se perdió en el pasillo. Me quedé solo, con la certeza de que ella sabía cada uno de mis movimientos, que mis tretas de contra-vigilancia eran parte de su propio plan, que el jaque ya estaba dado.

A partir de esa noche, la casa dejó de ser mía. Los pasillos me parecían laberintos. Cada objeto me hablaba de traición: la taza de cerámica, con su asa girada hacia el norte en señal de rendición; la lámpara, inclinada como un faro que alumbra el caos; el reloj, adelantado cinco minutos, impaciente por marcar el final de mi cordura.

Mi hija me evitaba. Entre ella y yo se alzó un muro de incredulidad. “Estás enfermo”, me dijo una madrugada cuando la doblé las sábanas de la cama con una precisión maniática. Me sentí un monstruo: el padre acosado por una sombra, incapaz de distinguir la realidad de la pesadilla.

Entendí que Alba ganaba no sólo desplazando objetos, sino minando mi percepción. Cada alteración, por diminuta que fuera, era un disparo en la línea de flotación de mi mente. Ya no sabía si la casa era la misma de ayer, si yo era el mismo de la semana pasada, si existía un ayer reconocible o si todo era un constante presente trastocado.

El desenlace llegó un viernes al caer la tarde. Entré a casa, y luego de dejar mis cosas en el dormitorio, me encaminé a la cocina por una taza de café, dispuesto a recuperar mi rutina. Pero al llegar al mostrador, me topé con la cafetera—ese tótem sagrado—volcada, su contenido derramado como un rito de sacrificio. A su lado, Alba me aguardaba, el delantal manchado de gotas oscuras, la mirada impenetrable.

No hubo palabras. El silencio fue la bandera blanca. Comprendí que ya no tenía caso resistir. El territorio estaba conquistado. Cada objeto, cada esquina, cada resonancia de la casa pertenecía ahora a un dominio secreto sobre el cual yo no tenía control.

Alba recogió el trapo del piso, lo escurrió con parsimonia, ordenó las últimas cosas y sin mirarme dijo:
—Terminé, por hoy.
Y  cerró la puerta tras de sí, como el cerrojo de una tumba.

Ahora vivo en la trampa de mi propio hogar. Camino con cautela, temeroso de activar un engranaje invisible. Mi cuaderno yace abandonado: sus páginas llenas de diagramas duran tres semanas ya no sirven de nada. He aprendido que el orden absoluto es una ilusión y que detrás de cada limpieza puede ocultarse un alzamiento.

A veces, en la penumbra, creo ver a Alba en los reflejos: una figura sin cuerpo, un hálito que recorre la casa y ajusta sutilmente la posición de una silla. Y sonrío con amargura: sé que la guerra no ha terminado. Solo ha cambiado de forma.

Porque en este traje de penumbras, la victoria consiste en aceptar que el enemigo puede ya habitar dentro de uno mismo. Y en ese reino callado, Alba reina sin corona, moviendo piezas en un tablero que ya no distingo de mis sueños.

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