
En la esquina de Tapalqué y Bragado, a metros del viejo Mercado de Hacienda, se alzaba el supermercado “Sol Naciente”. Su dueño, Li Chuan, era un hombre menudo, de movimientos precisos y silenciosos, con un delantal gris inmaculado que parecía no haberse manchado nunca. Cada mañana, a las siete en punto, levantaba las persianas metálicas con un ruido seco, barriendo luego la vereda como si al hacerlo también limpiará el mundo.
Li y su esposa, Tiren, habían llegado desde Guangzhou hacía más de una década. Se conocieron en un mercado de mariscos, en un barrio portuario lleno de voces ásperas y humedad constante. Tiren vendía tofu artesanal con su madre. Li iba a dejarle sobres envueltos en papel rojo al dueño de uno de los puestos grandes. Nunca preguntaba por qué, y el otro nunca hablaba. Así funcionaban las cosas en aquel entonces.
Un día, ella le dijo sin rodeos:
—Si vas a mirar tanto, por lo menos ayudá con los tachos.
A las tres semanas, estaban comprometidos. A los tres meses, se embarcaban a Buenos Aires. El viaje no fue una decisión. Fue una deuda. Un pasaje sin retorno que Li aceptó con la cabeza gacha. En la bodega del barco, alguien le apretó el hombro y le entregó una pequeña caja de madera con caracteres dorados.
—Cuando estés listo, vas a saber qué hacer con esto —le dijeron.
Nunca hablaron de hijos. Una vez, en los primeros años en Argentina, Tiren quedó embarazada. Perdió al bebé en el cuarto mes. Desde entonces, no volvieron a intentarlo. El silencio se instaló entre ellos con naturalidad, como si siempre hubiera estado allí.
Vivían arriba del local. Dormían poco. Trabajaban mucho. A veces, en la madrugada, se sentaban juntos en el almacén con una taza de té. Ella hablaba del barrio, de cómo los vecinos les dejaban bizcochitos por Navidad o de los chicos que ayudaban a levantar las botellas vacías. Li solo asentía, casi sin expresión.
El supermercado era todo para ellos: negocio, refugio, rutina. Y también frontera.
Li tenía control de cada detalle. Hacía los pedidos de mercadería, revisaba los precios de la competencia, cuidaba que no le robaran yogures los pibes del colegio. Era respetado. Aunque no del todo comprendido.
Una tarde de verano, mientras reorganizaba la trastienda, Li movió una caja que estaba detrás del freezer viejo. Dentro encontró una botella de cerámica, pesada, con caracteres chinos tallados a mano. El tapón estaba sellado con cera negra. No recordaba haberla visto nunca. El olor que escapó al destaparla era agrio y denso, como tierra vieja mezclada con alcohol oscuro.
Esa noche, mientras Tiren dormía, Li se sirvió un vaso pequeño. El líquido era espeso como la tinta. Al principio no sintió nada. Luego, un calor intenso le subió por el pecho. Su respiración se aceleró. En el espejo del baño, algo en su rostro se transformó: los ojos parecían más vivos, más grandes, la boca dibujaba una sonrisa torcida que él no reconocía como propia.
Salió a la calle con otra postura. Caminó con decisión por Alberdi, luego dobló por San Pedro. Terminó frente a un bar donde, semanas antes, un tipo lo había insultado.
—Chino de mierda, aprendé a hablar —le había gritado entonces.
Aquella vez, Li solo bajó la cabeza. Pero esa noche empujó la puerta del bar sin titubear.
—¿Te acordás de mí? —preguntó, sin acento.
El tipo lo miró desconcertado.
—¿Y vos quién sos, boludo?
Li le tiró la jarra de cerveza encima. Nadie reaccionó. Nadie se atrevió a seguirlo cuando salió.
Al día siguiente, despertó en la trastienda. Tenía los nudillos marcados. No recordaba todo, pero imágenes dispersas se colaban en su mente como relámpagos. Se sintió avergonzado. Pero también… vivo.
Las noches siguientes, repitió el ritual. Una copa. Una transformación. Caminaba por el barrio como si fuese otro. A veces robaba objetos pequeños: una lapicera, un reloj, un encendedor. Empezó a llamarse a sí mismo Chao en esos estados. Chao era impulsivo, atrevido, y hablaba un castellano perfecto. Chao no se dejaba pisotear.
Tiren comenzó a notar cosas.
—¿Desde cuándo fumás? —le dijo una mañana, mostrando un paquete de cigarrillos.
—No son míos —dijo Li, sin mirarla.
—Tenés barro en las uñas. Y olor a quemado en la ropa.
Él no respondió. Esa noche, bebió más. La transformación fue brutal. Se sintió más fuerte, más veloz, como si el mundo se volviera nítido. Vio a un chico grafitear la persiana del supermercado. Lo siguió sin que lo notara. No lo golpeó. Pero le susurró al oído cosas tan precisas, tan personales, que el chico tembló. Nadie volvió a pintar esa persiana.
Otra noche, encontró una moto mal estacionada bloqueando el ingreso. Era la cuarta vez. Había hablado con el dueño. Nada. Solo había conseguido una sonrisa burlona. Chao salió con thinner y un encendedor. El fuego subió como una lengua roja. El tanque explotó con un chasquido seco. Volvió caminando, jadeando. Se encerró en la cámara frigorífica y tembló durante horas.
Tiren lo encontró al amanecer.
—¿Qué hiciste? —susurró, apenas.
—No puedo parar —dijo él, con los ojos inyectados—. Hay algo… algo que vive en mí.
Esa noche, mientras Li dormía, Tiren bajó a la trastienda. Encontró la botella. La llevó al fondo del patio y la rompió contra las baldosas. El líquido se esparció como sangre seca. El aire se detuvo.
Li no volvió a salir por las noches. Recuperó sus hábitos. La rutina volvió. Pero algo había cambiado.
Una mañana, Tiren bajó a la baulera.
—Encontré esto —dijo, mostrando una caja envuelta en lino.
Dentro había otra botella, idéntica. Sellada.
Li la sostuvo entre las manos. La miró largo rato.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó ella.
—No sé —dijo, y desapareció en la trastienda.
Desde entonces, la botella no volvió a verse.
Un par de semanas después, el barrio empezó a murmurar. A un cobrador le desapareció la billetera sin que nadie se le acercara. Un chico vio una sombra correr por los techos. Una vecina jura que escuchó una voz aguda, en perfecto castellano, amenazarla desde un pasillo oscuro. Nadie tiene pruebas. Solo sospechas.
Tiren mira a Li cada mañana mientras barre la vereda. Él parece el mismo. Pero a veces, al cerrar la persiana, una sonrisa leve —apenas torcida, apenas extraña—, casi una mueca, se dibuja en su rostro.