
El televisor colgaba torcido sobre la barra, como si también estuviera cansado. La imagen tenía una niebla permanente de estática, pero el zócalo se veía clarísimo, en letras blancas sobre rojo:
“SIGUEN LOS PROBLEMAS CON LOS TIEMPOS DE ENTREGA”
—Subime el volumen, capo —dijo alguien desde el fondo, entre el humo del café quemado y el olor a fritura.
El mozo agarró el control remoto, lo apuntó con resignación profesional y apretó el botón. El bar se llenó con la voz nasal del periodista:
—La realidad es que las quejas van en aumento. Por un lado, los consumidores que dicen que los deliverys tardan demasiado en las entregas y, por otro, las aplicaciones que dicen que el problema se suscita entre el tiempo del pedido y lo que tardan en conseguir el órgano en cuestión. Mientras tanto, el Estado sigue sin declarar nada al respecto, con un silencio que preocupa…
Mauro levantó la vista del celular. Tenía la app abierta sobre la mesa, el fondo amarillo chillón, la mochila isotérmica apoyada contra su pierna. Estaba vacía, por ahora. Vacía y limpia, todavía con ese olor a plástico nuevo que le recordaba vagamente a un consultorio.
—Las autoridades del Ministerio de Introspección Humana, a cargo de este tema —continuó el periodista—, dicen que los medios están exagerando la situación buscando minar la credibilidad del Estado Nacional.
El bar murmuró. Siempre había un murmullo en ese bar, pero ahora se afinó, se hizo comentario, queja, chiste.
—Ministerio de qué cosa… —se rió uno en la mesa del dominó—. De introspección. Eso es: que se miren el ombligo mientras la gente se muere.
Las fichas golpearon la mesa con un chasquido seco. Del otro lado, una señora revolvía el azúcar del té como si quisiera perforar el fondo de la taza.
Mauro volvió a mirar el celular. En la parte superior de la app había un contador que se actualizaba solo: “Pedidos en espera de asignación: 37 / Órganos en tránsito: 12 / Demoras críticas: 5”.
Apoyó el dedo sobre la pantalla, sin tocar nada, solo sintiendo el vidrio frío.
Había empezado repartiendo empanadas, hacía años, cuando todo esto todavía era más o menos simple: comida, paquetes, algo de supermercado. Después vinieron las recetas médicas, los estudios, las bolsas con medicamentos oncológicos que le hicieron ruido la primera semana y después se volvieron paisaje.
La nueva categoría había llegado seis meses atrás, con una actualización de la app: “ÓRGANOS Y TEJIDOS / Tarifa dinámica / Bonos por urgencia”. Le pidieron que firmara un consentimiento extra, una cosa larguísima que hablaba de isquemias, tiempos máximos, protocolos. Le hicieron un curso de dos horas por videollamada: “No abrir la mochila”, “No desviarse del recorrido sugerido”, “No detenerse más que lo estrictamente necesario”.
El primer corazón que llevó lo soñó una semana entera. No lo vio, pero lo imaginó igual, latiendo despacio adentro de una heladera portátil, adentro de su mochila, arriba de su espalda transpirada, bajando él por Scalabrini a contramano para esquivar un embotellamiento. Un corazón con dueño, con nombre, con alguien mirando un reloj en un quirófano.
El televisor cambió a una placa donde se veía un gráfico: flechas, relojes, siluetas de motoqueros con casco.
—Según fuentes del sector privado —seguía el periodista—, el cuello de botella no está en el transporte, sino en la etapa de procura. Desde que el paciente solicita el órgano hasta que se consigue uno compatible pasan, en promedio, 36 horas. Sin embargo, para la opinión pública, el foco está puesto en el último eslabón: el repartidor.
Mauro tomó un sorbo del café ya frío. Había aprendido a tomarlo así, a la corrida, sin exigir temperatura, sabor ni nada. La moza lo miró de reojo.
—¿Vos no estás en eso? —le preguntó, secándose las manos en el repasador—. ¿No andás con esas mochilas raras?
Mauro señaló la mochila a su lado.
—Esa es la básica. Cuando me asignan crítico me mandan una especial, viene sellada. No se puede ni tocar, supuestamente.
—¿Y se siente? —insistió ella—. No sé, ¿te pesa distinto saber que llevás un riñón ahí adentro?
Él se encogió de hombros.
—La primera vez sí. Después… qué sé yo. Lo que pesa es el tiempo.
En la pantalla, ahora, mostraban una entrevista a un tipo de traje, peinado perfecto, fondo de oficina minimalista. Abajo, el rótulo decía: “Subsecretario de Comunicación Empática – Min. de Introspección Humana”.
—Lo que hay que entender —decía el funcionario— es que estamos en un período de ajuste del sistema. La tercerización de la logística fue una decisión para ganar eficiencia y transparencia. Hoy cualquier ciudadano puede seguir en tiempo real el recorrido de su órgano asignado desde el celular. Eso antes no existía. Obviamente, en todo cambio hay resistencias…
En la mesa de al lado, un viejo golpeó el vaso con el dedo.
—Mi hermano se murió esperando un trasplante —dijo, sin mirar a nadie—. En el ‘98. Nadie te mostraba un mapita con la motito. Te decían “no llegó a tiempo” y listo. Ni app, ni zócalo, ni Ministerio del Carajo. ¡La puta que lo parió!
Mauro se quedó clavado en la frase “seguir en tiempo real el recorrido de su órgano asignado”. Era literalmente así: te llegaba la notificación, “Tenés un órgano en camino”, y aparecía el dibujito de la moto acercándose a la clínica. En los grupos de la app circulaban capturas de pantalla: familias hipnotizadas frente a la tele, viendo cómo el punto avanzaba a paso de tortuga por una avenida colapsada.
El celular vibró.
NUEVA ORDEN – CATEGORÍA ÓRGANOS Y TEJIDOS (URGENCIA ALTA)
El corazón se le subió a la garganta un segundo. Apretó “Aceptar” casi por reflejo. La pantalla cambió a un mapa: Banco Municipal de Órganos en Parque Patricios / Destino: Sanatorio Privado Alma Finita, Núñez. Tiempo estimado: 41 minutos. Tiempo máximo sugerido: 35.
“Bonificación: +300% / Penalidad por demora: -70% + Reporte”.
—¿Te llegó? —preguntó la moza, como si hubiera escuchado.
—Parece que sí —dijo él, levantándose—. Me toca “laburar por la Patria”.
Mauro dejó unos billetes arrugados sobre el plato, se colgó la mochila vacía y salió al aire pesado de la tarde. Era un enero raro para ser 2027. El cielo de Buenos Aires tenía el mismo color que el televisor: un gris cansado con manchas.
En la esquina, otros dos repartidores fumaban apoyados en sus motos decoradas con calcos fluorescentes.
—¿Críticos hoy? —preguntó uno con acento venezolano. El de la moto roja.
—Recién me cayó uno —dijo Mauro—. Banco de Órganos a Núñez.
—Uh, lindo viajecito pana —se metió el otro—. Ojalá no se te ocurra a nadie cortar la General Paz por alguna pelotudez.
Se rieron, pero fue una risa corta, sin ganas. Todos sabían que en los protocolos internos de la app “causa de fuerza mayor” no incluía piquetes, protestas, tormentas eléctricas, ni apagones. Si llegabas tarde, eras vos ni más ni menos. Con el algoritmo no se discutía.
Mauro se subió a la moto, ajustó el casco y marcó “En camino al origen”.
La ciudad se le vino encima en un collage de bocinazos, colectivos jadeantes, autos que se cruzaban sin mirar. Cada semáforo en rojo se le aparecía como un contador regresivo privado. Cada peatón lento, como una mini conspiración personal.
En el trayecto hasta el Banco de Órganos, el celular no paró de vibrar con notificaciones que se superponían: “Nuevo comunicado del Ministerio de Introspección Humana”, “Video viral: repartidor llega tarde y paciente no entra a quirófano”, “Editorializa Gonzalo Paz: ¿Son los motoqueros culpables o víctimas del sistema?”.
En el ingreso al Banco, un guardia vestido de gris lo detuvo con un gesto.
—Categoría.
—Órganos y tejidos. Mauro Brizuela. Pedido 7FQ-29.
El guardia miró la pantalla que tenía pegada a la garita, asintió y lo dejó pasar. Adentro, el aire estaba helado y olía a lavandina. Un pasillo, puertas cerradas, luces frías. Un hombre con ambo verde lo esperaba con una caja blanca sobre un carrito.
—Pedido 7FQ-29 —repitió, como si fuera un número de rapipago—. Riñón adulto, O positivo. Destino: Alma Finita Núñez. Tenés treinta y cinco minutos desde que yo confirmo en el sistema. ¿Sabés cómo es?
Mauro asintió. El tipo escaneó el código de barras de la caja, luego el código QR en la pantalla de la app de Mauro. Un bip agudo llenó el silencio de ese salón enorme por un segundo.
—Listo. Empezó a correr. Buena suerte.
El “buena suerte” sonó más automático que humano, pero Mauro igual lo agarró al vuelo, como quien agarra una estampita antes de un examen, aunque no crea. Guardó la caja dentro de la mochila especial que le acercó otra asistente: más rígida, con cierres metálicos y un sello de seguridad que hizo clic.
En la pantalla de su moto, el mapa se agrandó: una línea azul marcaba el camino sugerido. 35 minutos. El número titilaba.
Arrancó.
A los dos cuadras ya estaba insultando al tránsito. Un camión atravesado, una ambulancia detenida con las luces apagadas, un policía distraído hablando por el celular. Pensó en el tipo del bar que hablaba del hermano muerto en el ‘98. Pensó en todas las veces que, llevando pizzas, él se había permitido un desvío de dos cuadras para pasar a buscar a su hijo por lo de la madre y dejarlo en la casa de la abuela. Con un riñón en la espalda, no había margen para nada.
En un edificio de Núñez, al mismo tiempo, una mujer miraba la pantalla de su celular. Tenía las manos temblorosas. El dibujito de la moto avanzaba por una avenida pixelada. Abajo decía: “Tu órgano está en camino. Llegada estimada: 17:22”. Miró el reloj de pared: 16:51.
Detrás de ella, en la sala de espera del sanatorio, alguien dejó escapar un sollozo. Un médico, con las ojeras hundidas, discutía en voz baja con un hombre de traje: “No podemos entrar a quirófano sin el órgano”, “Sí, sé que el protocolo dice eso”, “No, no es un tema de recursos, es un tema de tiempo biológico”.
Mauro no sabía nada de esa escena, pero la imaginaba. Había aprendido a imaginar las dos puntas del recorrido para no sentirse tan pieza suelta. En la app, el lugar del destino aparecía como un pin frío, sin rostros, sin voces. Él llenaba los huecos.
Se plantó frente a un embotellamiento en la bajada de la autopista. La línea azul del mapa se volvía roja. El número de minutos subía: 30, 31, 32.
—No, no, no —murmuró.
A la izquierda, un cantero mal cuidado. Más allá, una vereda apenas ancha para una moto. Apretó los dientes y se tiró. Esquivó un tacho de basura, una señora con changuito que lo puteó a los gritos, un perro confundido.
El celular emitió un sonido grave, distinto. Miró de reojo: “Advertencia: desvío no recomendado. Posible sanción”. Apretó “Aceptar bajo mi responsabilidad” sin pensarlo.
“Bajo mi responsabilidad”.
Le dio bronca la frase. Como si no fuera todo siempre bajo su responsabilidad. El Ministerio se lavaba las manos en un comunicado. Las empresas de delivery culpaban a “la coyuntura”, a “las variables externas”. Los usuarios dejaban reviews de una estrella: “Mi papá no entró a quirófano, el repartidor llegó tarde”. ¿Y él? Él era la flechita del mapa. Si la flechita fallaba, fallaba él.
El tiempo bajó a 29 minutos. Después a 28. El mapa dejó de estar rojo. Una voz mecánica le indicó: “En 500 metros, girá a la derecha”.
En la tele del bar donde todo había empezado, el zócalo había cambiado.
MINISTERIO NIEGA COLAPSO Y HABLA DE “CASOS AISLADOS”
El mismo periodista de antes ahora hablaba con gesto grave.
—Fuentes del Ministerio de Introspección Humana aseguran que el sistema funciona en parámetros aceptables y que los medios están magnificando episodios puntuales para instalar una sensación de caos. Sin embargo, los números de la Auditoría Ciudadana muestran que en el último mes hubo un aumento del 18% en las demoras críticas…
—Parámetros aceptables las pelotas —masculló la moza, limpiando una mesa—. Que vengan ellos a llevar un riñón en moto a ver qué les parece.
La moto de Mauro frenó brusco frente al sanatorio Alma Finita. El guardia de la puerta lo vio llegar y ya sabía. Era el tercer repartidor de órganos que entraba esa semana. El protocolo, de tanto repetirse, se había vuelto costumbre.
—¿Órganos?
—Riñón. 7FQ-29. Llegué en 33 —dijo Mauro, jadeando.
El guardia miró el celular del repartidor, el suyo, la tablet de la recepción. Un bip breve confirmó la entrega. “Tiempo de traslado: 33’12” / Dentro de parámetros recomendados”.
—Pasá, pasá —dijo el guardia, abriendo camino.
Una enfermera tomó la mochila, rompió el sello con un gesto seguro y sacó la caja blanca sin siquiera mirarlo a él. Mauro se quedó un segundo parado ahí, con las manos vacías colgando a los costados, como si le hubieran sacado algo más que la carga.
—¿Llegué bien? —preguntó, sin saber a quién.
La enfermera ya se iba pasillo adentro. Alguien, sin mirarlo, respondió:
—Por ahora, sí.
La puerta se cerró tras la caja. Mauro salió otra vez a la vereda. La moto estaba donde la había dejado, apoyada en la pata, con el celular vibrando.
CALIFICÁ TU ENTREGA
“¿Cómo describirías esta experiencia?”
⭐ Servicio prestado al sistema
⭐ Contribución al bien común
⭐ Satisfacción con tu rendimiento
Marcó todo con cinco estrellas, casi por inercia. Había aprendido que las calificaciones que él se daba a sí mismo influían, de algún modo, en cómo el algoritmo lo consideraba después. Autoexplotación gamificada.
Al instante, otra notificación:
GRACIAS, MAURO 🙌
“Tu compromiso ayuda a mantener vivo el sistema. Recordá qué te restan 323789 puntos para acceder al Programa de Prioridad Ciudadana en caso de necesitar un órgano.”
Rió, pero fue un ruido seco, sin humor.
—Claro —dijo en voz alta, mirando el cielo plomizo de Núñez—. Cuando se me funda el hígado de tanta fritura que me como al paso, capaz me mandan un pibe como yo con una mochila.
Se imaginó a sí mismo del otro lado del recorrido. En una cama, mirando una pantalla donde una moto avanzaba por una ciudad saturada. “Tu órgano está en camino”. El zócalo en la tele hablando de “problemas con los tiempos de entrega”. El Ministerio pegando comunicados prolijos. Y un repartidor cualquiera, un Mauro 2.0, tomando riesgos idiotas para que su número no pasara de 35.
La moto vibró bajo sus piernas cuando la encendió. La app volvió a la pantalla principal. “Pedidos en espera de asignación: 42 / Órganos en tránsito: 9 / Demoras críticas: 7”.
Parpadeó. El número crecía. Siempre crecía.
Antes de apretar “Conectarme” de nuevo, miró un momento su reflejo en el vidrio oscuro del sanatorio: casco, barba de dos días, ojos cansados. Atrás, borroso, se adivinaba el movimiento rápido de camillas y guardapolvos.
Sintió una punzada rara en el pecho, un segundo. No de dolor, de eso todavía no. De intuición. De futuro posible.
“Programa de Prioridad Ciudadana”.
Puso primera.
Mientras se perdía entre autos y colectivos, la ciudad siguió con su rutina distópica de todos los días, que ya casi nadie llamaba distopía porque, al fin y al cabo, el mapa andaba, las motos llegaban y los zócalos seguían diciendo, con obstinación de título pegado:
“SIGUEN LOS PROBLEMAS CON LOS TIEMPOS DE ENTREGA”















