
Despierto con la sensación de que el mundo respira lento. No sé si es de día o de noche; la luz blanca del techo no cambia nunca. Oigo un murmullo constante, como un mar que se repite dentro de mi cabeza.
El calor me arde en los pómulos. La fiebre vuelve a subir, lo sé por el peso en los ojos. Trato de moverme, pero el cuerpo no responde. Me rodea ese olor a desinfectante, a tela húmeda, a metal. Y, sin embargo, cierro los ojos y estoy otra vez en Río, en la playa al atardecer.
El cielo es naranja, el aire huele a sal. El mar se extiende hasta donde no hay más nadie. Me gusta ese instante: el silencio, el rumor de las olas, la sensación de estar solo y a salvo.
Siempre fui ruido. Viajes, mujeres, camas distintas. Corrí tanto que me gasté los pies y la memoria. Solo mi hija me mantuvo un tiempo en tierra. Hasta que aprendió a irse, como todos.
El rumor crece. Siento que el agua sube por mis piernas. La marea, pienso. Siempre me pasa lo mismo: me quedo dormido y el mar me alcanza. Quiero incorporarme, pero la espalda no se despega del colchón. La humedad no es salada, es tibia. Y huele mal.
Abro los ojos. Hay una enfermera junto a la cama. Me limpia con movimientos suaves, casi maternales. No digo nada. Sé que lo que siento entre las piernas no es agua, sino vergüenza. Desde que perdí el control, me cambian cada pocas horas.
La fiebre me devuelve a la playa. En mi cabeza, la arena todavía quema. El sol me golpea la cara y la brisa me calma un poco. Si esto es morir, pienso, ojalá el mar me cubra del todo.
Escucho mi nombre. Una voz conocida, cansada. Digo que ya voy, aunque apenas puedo mover los labios.
El sol sigue en mi cara.
No lo veo, pero lo siento arder.















