TENGO ALGUNOS PRINCIPIOS Y MUCHOS FINALES

Crónicas Urbanas: El violinista 

Por wpetina

Si bien no recuerda la fecha exacta en que empezó a vivir en la calle, la asocia con un día de madrugada en la estación de trenes de Retiro en la que solo estaba él y un vendedor ambulante que estaba recontando su mercadería para iniciar un nuevo día de trabajo y que le ofreció una taza de algo caliente.  Y probablemente no falte demasiado a la verdad, ya que a partir de ahí la vida de Ariel se hizo más cuesta arriba.  Si es que eso era posible.

Nacido en Villa Elisa comenta él, y lo certifica su documento de identidad: Ariel Hernán Ramallo, nacido el 4 de agosto de 1987 en la ciudad de La Plata.

La primera vez que lo advertí yo estaba parado en el semáforo de Avenida del Libertador y Callao, era cerca de la una del mediodía y me dirigía a Puerto Madero a almorzar con unos clientes.

Como les digo venía enfrascado en mis pensamientos, cuando al frenar forzosamente debido al pase de la luz roja, lo vi: Estaba sentado en posición de indio, llevaba puesto un pantalón gris y una camisa que en otras épocas había conocido las bondades de ser blanca. Ariel era alto, con el pelo enrulado de un negro azabache y supongo que debía tener unos veinticinco años.

Alrededor de su figura, cuatro o cinco personas lo miraban atentamente.

Tuve que bajar el volúmen de lo que venía oyendo en mi habitáculo para poder entender el porqué de tanta atención, de tanto interés… Ariel tocaba el violín.

Más allá de si Villa Elisa o La Plata, fueron su cuna (probablemente nació en La Plata y vivió en Villa Elisa), Ariel Ramallo se crió en una familia como cualquier otra de su localidad.

Vivía en el fondo de la casa de sus abuelos maternos, Doris y Miguel, junto con su mamá María del Carmen.  Solo vió a su padre una vez dirá a quien quiera oírlo “ Mi mamá me dijo, ese de la campera azul es tu padre.  Me quedé clavado al piso y se perdió en la multitud de la feria. Estaba de espaldas”.

Nunca supo cómo, ni porqué pero un día jugando en la casa de sus abuelos, mientras hacían limpieza en el cuarto de los cachivaches, se topó con un estuche que le pareció que contenía “una guitarra en miniatura”.

“Le pedí permiso a la vieja y me dejó abrirlo” Así la llamaba a su abuela.  Es que María del Carmen salía todos los días a trabajar vendiendo tortas de chicharrón en la estación de trenes de Retiro y a Ariel lo crió prácticamente su abuela.

De esa época si bien recuerda poco, dirá que le gustaba como después del colegio la vieja le preparaba el café con leche con pan, manteca y azúcar…

Volviendo al violín, Ariel sabía que en la familia no estaban en condiciones de pagar por tomar clases.  Como casi todo, sería “para más adelante”.

Un año después, Ariel ya tenía doce, y el violín seguía en el estuche.  Cada tanto lo abría, observaba el instrumento con respeto sacerdotal y volvía a cerrarlo. Pero en una de esas oportunidades su abuela le dijo: “Bebo, vamos a tu primera clase” Bebo era el apodo que le habían puesto sus abuelos.  Esos apodos son tan fuertes que para el que los dice borran de cuajo el nombre original de las conversaciones y cuando por cualquier circunstancia formal deben volver a mencionarlo, les cuesta horrores.

¡Ariel no lo podía creer! Por fin iba a poder tocar el instrumento. Un instrumento del que nunca había salido una nota en esa casa de Villa Elisa.

El lugar donde iba a tomar clases iba a ser el Teatro Municipal Coliseo Podestá, y era por intermedio de un vecino que trabajaba en la carpintería del teatro y que tenía un compañero cuyo hijo era parte de la orquesta estable del teatro. Por supuesto…tocando el violín.

Así fue como Ariel empezó a ir tres veces por semana y Edgardo con algunos reparos al principio y cada vez más entusiasmado de los progresos que hacía el pequeño se empezó a concentrar en aquellas clases.

Lo más increíble era que Ariel tocaba con una sensibilidad propia de alguien que se había criado entre aquella música y había oído prácticamente desde bebé muchos de esos acordes.

Lo regular para el aprendizaje del violín se dice que está definido entre los tres y los cinco años, de práctica media y con continuidad, como para tocar de forma digna.

Ariel llevaba poco más de seis meses y ya podía hacer sonar el instrumento hilvanando las primeras notas, una con otra, una con otra…

Los momentos en el teatro con el hijo del carpintero pasaron a ser cada vez más largos.  E incluso Ariel había empezado a asistir a los ensayos de la orquesta y cada sábado no se perdía las presentaciones que se hacían por lo general con obras consagradas de la música clásica mundial.

A todo esto logró el permiso de sus abuelos, es cierto que a espaldas de su madre, para poder viajar solo desde la salida de la escuela al teatro, con lo cual sus incursiones por el centro de la ciudad se hicieron cada vez más frecuentes.

Había en ese centro de La Plata, un encanto que Ariel con nueve años recién cumplidos no podía explicar pero que lo fascinaba.

A tal punto que más de una vez tuvo que aceptar, cabeza gacha, los retos de su abuelo por las llegadas tarde.  El acuerdo era que tenía que estar en casa a más tardar a las 7 de la tarde,  para esperar a su madre que llegaba de trabajar en el hospital, a eso de las 8 y media, ya bañado y listo para cenar.

Las cosas marchaban bien.  Ariel absorbía todo lo que le enseñaban respecto del violín y era casi como una extensión de su cuerpo.  De hecho había empezado a memorizar acordes enteros y a pesar de que estaba aprendiendo a leer las partituras, también podía tocar de memoria.  En cualquier momento le daría la sorpresa a su mamá y tocaría dentro de la casa.

Una de esas tardes, casi noche, en que Ariel regresaba del teatro y caminaba desde la parada de colectivos hacia su casa, observó que la puerta de entrada estaba abierta y pensó que recibiría otro reto por la llegada tarde.

Los pasos siguientes los hizo pensando cómo se iba a disculpar con sus abuelos por haber faltado a la palabra empeñada, sin saber que esa llegada tardía le había salvado la vida.

Al cruzar la puerta de entrada, se topó con un espectáculo horroroso.  El piso de baldosas de la cocina estaba regado de sangre y todo el lugar tenía el aspecto de que un tornado se había introducido por la ventana.

Caminó, recuerda sentado en la vereda de la esquina de Libertador y Callao con una precisión admirable, con sus delgadas piernas temblorosas hacia el interior de la habitación de sus abuelos y allí los vió a ambos en el suelo, boca abajo rodeados de más sangre.

Esos segundos que parecieron horas, un flash que nunca podrá quitar de su mente. De golpe interrumpido por un zumbido en su oído izquierdo, como la explosión de un petardo de nochevieja que te deja en sordinas y la estrepitosa caída al suelo.  ¿Estaban allí los asesinos de sus abuelos?  Una voz lejana, pero ronca que reproducía una frase inteligible, pero por la cadencia se repetía una y otra vez como un acorde de su propio violín.

Las crónicas de los suplementos policiales de esos días dirán que fue un intento de robo que se le fue de las manos a dos tipos o quizás tres que nunca fueron encontrados ya que nadie pudo advertir nada alrededor del barrio.

Lo que sorprendería a los investigadores, era la saña con que esos ancianos fueron prácticamente descuartizados e inclusive como mutilarían al menor que había llegado tarde a la escena del crimen, desde la calle y que tras un certero golpe en la nuca, había recibido el corte de cuatro de sus dedos de la mano izquierda.

Lo que siguió en esa noche para Ariel, fue la llegada de la policía, el resguardo de Marta una de las vecinas históricas de su abuela que no dejaba de abrazarlo, la llegada al hospital para curar su tremenda herida y más tarde su mamá que estaba como recién llegada de otra historia, de otro planeta.

A pesar de todo, lo único que aliviaba a Ariel era pensar que ese día había dejado el violín al cuidado de su maestro para que no tuviese que viajar con él.

La rehabilitación de su mano izquierda fue con la precariedad que suponía su condición social y lo que la salud pública podía hacer por ella.

De todos modos durante ese tiempo, Ariel siguió yendo a escuchar a la orquesta y atesorando aquel secreto cómplice con sus abuelos.

Cinco años después de este episodio, un cáncer que ya estaba en su cuerpo la noche de la tragedia, sin que nadie lo supiera, lo dejaría a Ariel sin su mamá y sin rastros de lo que alguna vez fue una familia.

Años boyando en centros para menores y correccionales (nunca es fácil la vida para un adolescente y mucho menos para un huérfano) donde no lo trataron del todo bien según relata, hasta llegar a una fuga que al principio tuvo sabor a liberación, aunque más tarde supiera a condena…

Hoy muchos años después, Ariel hace sonar su violín de una manera hermosa, sostenido apenas por el único dedo que quedó en su mano izquierda.

Si pasás por Libertador y Callao, frená como hice yo, deja unos billetes y escucha lo que podría haber sido un gran violinista.

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