TENGO ALGUNOS PRINCIPIOS Y MUCHOS FINALES

Prospecto de un cuerpo cansado

Por wpetina

A esa hora el consultorio parecía un acuario: tubos fluorescentes vibrando sobre un agua opaca, el murmullo de la calle filtrado por la persiana de aluminio, y, al centro, el médico moviendo los labios como un pez cansado. La lapicera rascaba el recetario con un sonido de lija. Él se fijó en la placa dorada con el nombre: L. Benavídez, Psiquiatría. Imaginó que la B se soltaba, caía, y la placa quedaba colgando por un tornillo, oscilando al ritmo de la respiración del médico.

—Te va a ayudar —dijo Benavídez, sin exagerar el entusiasmo—. Arrancás con uno por día, por la mañana.

Uno por día, por la mañana. La frase se le pegó al paladar, como cuando uno intenta despegar una hostia de cartón con la lengua. El médico agregó cosas que él conocía de memoria por habérselas dicho a otros médicos, como si su vida fuera una canción que pasaban en todas las radios: que no dormía, que el cuerpo era una bolsa llena de hollín, que el trabajo lo había dejado hace meses y el teléfono ahora sólo sonaba cuando la compañía pedía el pago atrasado. Que a veces, de madrugada, oía al edificio crujir como si alguien estuviera probando la resistencia del concreto con una moneda.

—Sin alcohol —dijo Benavídez, ordenando el escritorio con un golpe de nudillos—. Nada de cortar abrupto. Sin combinaciones raras. Y si una mañana te despertás con la cabeza encendida de ideas muy negras, venís. O llamás.

“Muy negras”, pensó. Le hubiera gustado preguntarle si negros eran también los pasillos desiertos de su hotel, la plaza con los bancos gastados, la heladera con dos yogures intactos desde la semana pasada. Firmó, agradeció y salió.

La farmacia quedaba en la esquina, debajo de un edificio antiguo que había perdido el revoque. En la vidriera, cremas con rostros perfectos que jamás habían dormido en colchones duros. El farmacéutico lo saludó con un gesto mínimo, sacó la caja del estante, deslizó el paquete sobre el mostrador como quien entrega una pieza de ajedrez que resigna.

—Foxetin, veinte —dijo, y empujó el postecito de promociones para ocultar el precio.

La caja era azul, celeste y blanca. Tenía un brillo triste, como el de las cosas que fingen ser nuevas. Él la giró en la mano y vio, impreso en cuerpo de hormiga, el idioma de los envases: mantener fuera del alcance de los niños, vía oral, advertencias, reacciones, sobredosis. Todo en ese susurro impersonal que se parece al de los jueces y a ciertos sacerdotes. Lo guardó en el bolsillo del abrigo.

Afuera había llovido. Las baldosas mal asentadas conservaban charcos con piel de gasoil. Caminó despacio, como si los pies supieran que estaba cargando algo que podría romperse si aceleraba. Tenía el cuarto en un hotel sin nombre sobre la Avenida Constituyentes, al lado de una carbonería clausurada. Subió la escalera ladeada hasta el segundo piso y empujó la puerta con el hombro. Adentro, la cama angosta, la mesa de pino, la hornalla eléctrica, la ventana al pulmón del edificio. Dos toallas cansadas en el respaldo de la silla. Revistas viejas cubrían la mesita de luz, papeles que se caían a pedazos. Dejó la caja arriba, como si no importara dónde.

La primera cápsula fue un acto litúrgico. Vaso de agua turbia, trago contenido, sensación de plástico liso que rozaba la lengua. Quedó un minuto con el vaso en la mano, esperando que algo sucediera, como los niños que esperan que el televisor prenda magia cuando apretás el botón. Nada sucedió, salvo la impresión de que el cuarto, por un instante, calzaba mejor en sus bordes. Se sentó, prendió un cigarrillo, miró la pared. En la pintura había un dibujo manso: alguien había apoyado la espalda tantas veces en el mismo lugar que la cal se había oscurecido con la forma de una persona. Una especie de sobra humana, más fiel que los espejos.

No pensaba hacer nada esa noche. La quietud era un plan como cualquier otro, un modo de engañar al tiempo. Sin embargo, las piernas se movieron solas y lo llevaron hasta el bar de la otra esquina, donde el humo parecía propietario del lugar. La barra olía a cera rancia. Dos hombres hablaban de política sin mirarse, como si discutieran con la pared. La tele, en silencio, proyectaba la imagen distante de una inundación. Pidió un vaso de whisky y lo sostuvo con las dos manos, como si quisiera abrazar un resto de calor.

“Sin alcohol”, había dicho el médico. Él pensó en esa prohibición como en una broma privada del universo. Probó un sorbo. El líquido hizo su recorrido con la felicidad tímida de las cosas que aún funcionan. Se lo bebió despacio, sin furia. Cuando terminó, pidió otro. El mozo lo miró sin mirarlo y le cambió el vaso. En la mesa del fondo, un hombre que podría haber sido él dentro de quince años dejó caer la cabeza sobre los brazos y empezó a roncar.

De madrugada, volvió. La escalera del hotel sonaba a madera deshidratada. La primera noche con pastilla trajo una clase diversa de insomnio: no era la vigilia de siempre, filosa y llena de puntos de alarma, sino otra cosa, como si la mente hubiese hecho un pacto con la sombra: te dejo pasar, pero no me mires a los ojos. Bajó el volumen de la radio que tenía como única compañía, hasta que la voz del locutor fue apenas un rumor.

El segundo día llevó la cápsula a la boca con cierta ceremonia tonta. Se sorprendió pensando que, si perdía una, tal vez debía revisar la basura hasta encontrarla. Ese pensamiento lo incomodó; sabía reconocer una dependencia cuando asomaba. “No suspender bruscamente”, decía la caja. Las palabras quedaban flotando en la pieza como mosquitos que no zumban, pero están.

Pasaron algunos tipos de días: a veces crujían, a veces apenas se deshacían. Las mañanas eran el territorio más razonable. Después de la cápsula, solía caminar hasta la biblioteca del barrio. Le gustaba esa sala austera en la que nadie pedía nada. Abría libros al azar, se permitía leer sólo primeras páginas, como si no quisiera compromisos largos. En uno encontró una foto vieja: un grupo de mujeres sonrientes frente a un cine que ya no existía. Se la guardó; después, arrepentido, la volvió a meter en el lomo del libro, donde quizá se terminaría de oxidar con el paso del tiempo. Por la tarde, a veces buscaba trabajo que no llegaba: dejó currículums en dos depósitos y una fábrica de cajas. Nadie llamó. Llamaban, en cambio, los sistemas automáticos de cobranza, que ahora empezaban con “esto no es un intento de cobro” y, sin embargo, lo eran.

La primera reacción adversa lo alcanzó un domingo, cerca del mediodía. Un mareo tibio, como si el piso hubiera recordado que no estaba clavado. Se apoyó en la pared, se dejó ir con la respiración. Pensó en el prospecto: náuseas, mareos, temblores. Hizo el inventario con cierta ternura: sí, vení, decime, acá te espero. No vomitó. Pero esa tarde le costó comer. La cuchara hacia la boca parecía un ejercicio de rehabilitación. Se obligó a terminar la sopa por una superstición boba: si no la terminaba, al día siguiente el mundo iba a notar su descortesía y le haría pagar por eso.

La segunda adversidad llegó una noche, y fue menos decorosa. Estaba con Cora en su cama. Cora tenía un cabello negro lacio y una risa que había envejecido mejor que el resto de ella, sin perder firmeza. Se habían conocido en la biblioteca: él la vio dejar un libro de medicina antigua y preguntó, idiota, si era doctora. Ella respondió que no, que era cajera en un supermercado y estudiaba cosas raras, para dormir. Ahora estaban abrazados, y el cuerpo de él era una carretera cortada por derrumbe. La erección no apareció, pese al trabajo paciente de Cora, quien conocía el oficio de consolar sin pedir explicaciones.

—No pasa nada —dijo, recostándose a su lado—. Una vez leí que a veces, cuando uno quiere demasiado que algo pase, el cuerpo se asusta.

Él bromeó: —Mi cuerpo es un animalito tímido.

—Sí —dijo Cora—. Un perro que, si lo llamás muy fuerte, se mete bajo la cama y te gruñe.

Ambos caricaturizaron una sonrisa.

Se quedaron despiertos hasta tarde, hablando de cosas que nadie cree que importen: cuál fue el primer olor que recordás con nitidez, cuántas veces pensaste en agarrar un tren y bajarte en la última estación, por qué algunos ascensores parecen estar a cargo de fantasmas. Cuando ella se fue, él se quedó mirando el techo, y sintió en el pecho la mezcla rara de gratitud y vergüenza que da el ser querido a pesar de.

Un jueves, alrededor de las once, entró al bar un hombre con la cara llena de viento. Tenía esos ojos de quienes miran siempre a lo lejos, como si hubieran trabajado años en una ruta o un muelle. Pidió café y apoyó un sobre amarillo en la mesa contigua. A él le llamó la atención el sobre, quizá por el sello de un organismo que había dejado de existir. El hombre notó la mirada.

—Tranquilo —dijo—. No es una bomba.

Sonrieron. Conversaron por cortesía. El hombre era técnico en refrigeración. Contó que había sido contratado para revisar un sistema viejo en un sanatorio de la zona. Habló de compresores, de gas, de caños que sudan y caen como llaves. En algún momento, miró el vaso de whisky y le dijo:

—¿Bebés mucho?

—A veces.

—Yo también —dijo el hombre—. A veces es lo único que se deja.

Se sintieron parientes en ese instante, como si una genealogía negra los reuniera: el clan de los que negocian con su propia sombra. Cuando el hombre pagó, dejó el sobre en la mesa. Él lo levantó, se lo alcanzó: —Te olvidaste.
—Gracias —dijo el otro—. Si me olvido de esto, desaparezco.
—¿Así de fácil?
—Así de fácil —y chasqueó los dedos—. Como una luz barata.

El invierno apretó con una crueldad pareja. El hotel se volvió un pulmón mojado. Abajo, en la cuadra, un perro ladraba de manera obstinada a una ventana encendida. A veces, de noche, él abría la caja y contaba cuántas cápsulas quedaban, como quien toca las monedas en el fondo de un bolsillo. En la caja había un papel plegado que nunca había leído completo: el prospecto. Una madrugada de viento se decidió. Lo extendió sobre la mesa. La letra pequeña era una lluvia cerrada. Empezó a leer con disciplina de alumno pobre. Ahí estaban las precauciones: no asociar con inhibidores de la monoaminooxidasa; cuidado en pacientes con historia de convulsiones; monitorear posibles cambios de conducta; avisar ante ideas autodestructivas. El papel no decía “cuidado con soñar demasiado”, pero él lo leyó igual. No decía “no llames de madrugada a quien ya no te atiende”, pero él lo escuchó así. Hubo una frase que le clavó una esquina en el párpado: interrumpir bruscamente el tratamiento puede provocar síntomas de abstinencia. Pensó en todas las interrupciones bruscas de su vida: la renuncia sin plan “B”, la mudanza por escape, la pelea en la que dijo la frase que dejaba todo roto. “No cortar de golpe”, dijo en voz baja, como si fuera una plegaria.

Empezó, sin proponérselo, a organizar la mañana alrededor de ese mandamiento. Se levantaba, abría la ventana para que entrara el aire helado, ponía la cápsula en la palma como quien mide la fe, bebía. Después, caminaba. Bajaba por Defensa, burlaba vendedores, cruzaba a San Telmo, miraba las antigüedades con una mezcla de desprecio y cariño. A veces se sentaba en un café distinto, por probar que todavía había ciudades nuevas en la misma ciudad. Cora se sumó a alguna de esas caminatas. Ella tenía la costumbre de tocar barandas con la punta de los dedos, porque le daba escalofríos

—¿Mejorás? —preguntó una tarde, mirando una fuente en la que un niño de bronce parecía no terminar nunca de soltar el agua.
—No sé si es mejor. Es otra cosa.
—Otra cosa puede ser un principio —dijo ella—. O un rodeo.

Él no le dijo que, por las noches, la idea de salir por la ventana se había convertido en una postal: dos segundos de caída, un ruido, gente levantando la vista, el hotel recuperando el silencio. No se lo dijo porque le daba vergüenza convertir en argumento lo que apenas era un garabato que la mente hacía por hábito. En cambio, le habló de un sueño nuevo: en el sueño empujaba un carrito de supermercado vacío por un pasillo sin góndolas; cuando quería poner algo adentro, encontraba una cápsula blanca y verde que rodaba, esquiva, y se perdía bajo un estante inexistente. Cora escucho sin saber que intercambiar con ese diálogo.

Hubo días buenos: el cuerpo respondía, la cabeza no se clavaba en ningún clavo. Una mañana consiguió trabajo temporario en un depósito de libros usados, a tres estaciones de subte. Le pagaban por separar ediciones en buen estado de saldos, por quitar etiquetas viejas con una espátula que parecía una lengua. El dueño era un hombre pequeño, con una voz suave que desmentía las manos anchas. Hablaron poco. Él sintió, al final del primer día, un cansancio limpio. Esa noche, la cápsula fue una ceremonia más humilde: un paso entre otros.

Hubo días malos: la náusea regresó, sorda; el mareo lo hizo sentarse en una vereda mientras un policía le preguntaba si estaba borracho. Él levantó la caja y señaló la palabra que le gustaba menos de todas: tratamiento. El policía, cuya paciencia tenía buenos modales, le alcanzó una botella de agua y se quedó a su lado hasta que pasó.

La idea de la sobredosis apareció, una tarde de calor extraño, como quien empuja la puerta de un cuarto equivocado. Él estaba en su pieza. Había contado las cápsulas y eran más de las que quería admitir. Recordó la frase del prospecto: en caso de ingestión excesiva, acudir inmediatamente al hospital. Imaginó el hospital: el olor a cloro, la cara de la enfermera que se parece a la cara de todas las enfermeras, la pregunta sobre los motivos, los cables como enredaderas. Imaginó también que de nada serviría. Dejó el blíster sobre la mesa, abrió la ventana. La ciudad apestaba a parrilla. El ruido de un colectivo subiendo la cuesta le pareció la respiración de un animal agotado. Cerró la ventana de golpe y se sentó de espaldas, con la idea de que el vacío no se lo deglutiera.

Esa noche soñó con su padre. No lo visitaba seguido. Esta vez, sin embargo, el padre no traía sermones, ni aquella mano que era capaz de ser caricia o amenaza según el humor. Le dijo una sola frase, mirando el piso del negocio donde había pasado la vida: “Si vas a aflojar, que no sea a destiempo”. Se despertó con esa oración pegada al paladar. Era un consejo inútil, pero los consejos inútiles también sostienen.

En el depósito, el trabajo se volvió un pequeño orden. Aprendió a reconocer el olor de un libro que fue de alguien feliz: las solapas se abrían con facilidad, los subrayados eran prolijos, el lomo tenía un cansancio bueno. Aprendió también a detectar libros que habían sido compañía de batalla: manchas de grasa en “Manual del tornero” de 1973, un boleto olvidado en un tomo de poemas, unas lágrimas secas —o café— en las páginas de una novela cursi. Un mediodía, encontró, entre dos diccionarios, un prospecto doblado con precisión. Era de otra cosa, un analgésico viejo. Pero el papelito parecía un espejo: las mismas palabras, el mismo tono cardinal de advertencia. Lo guardó en el bolsillo, como si juntara estampillas.

Cora le propuso ir al río. Fueron un domingo, en un tren casi vacío. Se sentaron en el cemento a ver pasar perros. Ella sacó una navaja pequeña para pelar una naranja y él, por un instante, tuvo que apartar la vista. No por miedo; por superstición. El sol filtrado por humo convertía las personas en recortes de cartón. Cora le ofreció un gajo. Él lo pasó de una mejilla a la otra. Le gustó pensar que la vitamina C haría equipo con la cápsula de la mañana en una coreografía secreta. Volvieron en silencio. En el hall de la estación, una mujer cantaba con una voz que no admitía comparación; la gente la rodeaba como si alguien hubiera abierto una caja fuerte y estuvieran distribuyendo la luz.

La recaída más torpe fue en agosto. Un cliente del depósito, borracho de mediodía, hizo un comentario abyecto sobre Cora cuando ella apareció para esperarlo a la salida. Él sintió la mandíbula acomodarse hacia el costado, el cuerpo tomar decisiones antiguas. Lo empujó. El hombre cayó contra una pila de libros que se desmoronó con el ruido de una muralla de cartón. Hubo insultos, una amenaza barata, la intervención lenta del dueño, la salida forzada. Afuera, Cora le sostuvo la mirada.

—No me gusta verte así —dijo, y su “así” contenía cosas que no quería enumerar.

—A mí tampoco —contestó, con una sinceridad que casi lo hizo reír.

Esa noche, la cápsula llegó acompañada de un vaso de whisky. Lo tomó con desdén, como si estuviera desobedeciendo un reglamento que sólo él conocía. Sintió la mezcla en el estómago. El estiletazo. Se quedó de pie frente a la ventana. Tenía la sensación de que si se movía, algo invisible lo iba a partir. No se movió. 

El lunes, con resaca moral, fue a ver a Benavídez. El consultorio estaba igual: pecera, tubos, pez. El médico lo escuchó con un profesionalismo que no negoció. Habló de ajustes, de que a veces el cuerpo conversa a gritos, de bajar un poco, de esperar. Él asintió en todo. Hubo un silencio que ninguno supo usar. Entonces él dijo:

—Anoche pensé mucho en la frase de la caja.

—¿Cuál de todas?

—“Mantener fuera del alcance de los niños”.

Benavídez levantó apenas una ceja.

—¿Y?

—Pensé que yo soy el niño. Que me tienen que dejar en un estante alto. Lejos de la ventana, del bar, del teléfono, de mí.

El médico no sonrió. Tampoco lo corrigió. Anotó algo en una ficha. Se despidieron con ese afecto maniqueo de los consultorios.

El tiempo empezó a girar con una vaguedad menos cruel. Él consiguió ampliar las horas en el depósito. El dueño le propuso aprender a encuadernar arreglos sencillos. Le gustó el oficio: había algo de médico rural en pegar lomos y vendar tapas. A veces salía tarde, con las manos oliendo a pegamento, y se sentía, por minutos, incluido en un argumento general. Cora aparecía cuando podía, y compartían cenas que eran, sobre todo, una estrategia: cocinar juntos para acordarse de comer.

No hubo epifanías. Hubo, sí, negociaciones pequeñas: dejar el whisky en el estante un día sí, tres no; apagar la radio antes de dormir; caminar una cuadra más, aunque el pie dijera basta. “No suspender bruscamente”, repetía el cerebro, burlón. Se sorprendió, una mañana, silbando. No recordó la melodía. Fue una flauta breve que se quedó colgada en el aire del baño.

El prospecto, doblado, seguía en la caja. A veces él lo leía como quien repasa una carta que ya se sabe de memoria. Encontraba siempre una línea nueva, porque las palabras, como los cuerpos, cambian de lugar según el cansancio. “Posibles cambios de apetito”. Pensaba en la sopa. “Insomnio o somnolencia”. Pensaba en la pecera. “Se recomienda evitar la conducción de maquinaria peligrosa”. Pensaba en el ascensor del hotel, que había dejado de funcionar antes de que él llegara. “Advertir al médico ante la aparición de cualquier pensamiento autodestructivo”. Pensaba en su padre, limpiando la sierra, diciendo aquello del destiempo.

Un viernes, llovió con ganas. La gotera del cuarto dibujó un charco del tamaño de un país. Él puso una olla y la gota toc, toc, toc le marcó el compás de la tarde. Cuando paró, se acercó a la ventana. La calle estaba lavada y sucia al mismo tiempo. Un chico corría con una bolsa en la cabeza. Una mujer abría el paraguas cuando ya no hacía falta, por costumbre. Él se vio en el vidrio, no como al principio —un envase vacío—, sino como un paquete con una etiqueta mal puesta. No sabía si era mejora, pero era algo.

Con Cora, empezaron a decirse “hasta mañana” con menos miedo de mentir. Ella volvió a dormir en su cama un miércoles frío; esta vez, cuando la mano de él buscó, el cuerpo respondió con dignidad. No hubo fuegos artificiales. Hubo un animalito tímido que salió de abajo de la cama y dejó de gruñir. Se rieron, después, sin explicar nada.

La última vez que pensó seriamente en “interrumpir bruscamente” fue una tarde de viento seco. El hotel olía a pintura vieja. Había recibido una carta con membrete oficial: le negaban un subsidio que no recordaba haber solicitado. Eso lo enfureció de un modo lateral, como si le hubieran negado una escena. Se sentó, abrió la caja, tocó por primera vez todas las cápsulas a la vez. Sintió el frío del blister, la orden muda que ese plástico confiere. Se puso de pie, con el impulso del que debía bajarse en la estación anterior. Fue a la pileta, abrió la canilla, dejó correr el agua hasta que estuvo fría de verdad. Tragó una sola cápsula. Cerró la caja. Volvió a sentarse. Se quedó mucho rato mirando el mosaico roto del piso, buscando figuras en las roturas, como cuando de chicos las nubes eran animales

La vida siguió, que es todo lo que puede hacer. Hubo una feria de libros en la que vendieron, en un solo día, cuarenta novelas policiales con tapas chillonas; el dueño celebró como si se hubiera ganado el Mundial. Hubo un apagón en el barrio que dejó el hotel en una oscuridad de campamento, y los vecinos charlaron por primera vez en meses, con velas, como si se hubieran saltado una consigna. Hubo una tarde en que Cora le trajo, por capricho, una planta pequeña en una taza sin asa. “Para que no te olvides de regar algo que no seas vos”, dijo. Y él descubrió que regar una planta es una misa secreta que sólo admite fieles con paciencia.

Volvió al consultorio una mañana de septiembre. Benavídez tenía una corbata azul que parecía empeñada en decir “hoy es un poco mejor”. Hablaron de reducir, de no reducir, de líneas que suben y bajan. Él dijo que a veces sentía el pecho como un cuarto recién pintado, a veces como un galpón clausurado. Benavídez dijo que eso era esperable. Se despidieron con un apretón sin épica. En la vereda, un hombre discutía a los gritos con un taxista por un asunto que olía a malentendido. Él pensó en la palabra posología, y se rió solo: un término serio para una negociación infantil entre uno y su sombra.

Esa noche, de regreso, acomodó la caja en la mesa, al lado de la radio. La radio estaba apagada. La planta pequeña respiraba sin ruido. El prospecto, doblado, asomaba como una lengua. Lo tocó. Leyó, sin leer, la línea que ayer había sido epitafio y hoy era broma: “Mantener fuera del alcance de los niños”. Caminó hasta la ventana. El cielo tenía la textura de una hoja usada por el reverso. Dos pisos más abajo, una mujer encendía un cigarrillo y se cubría con la mano para que el viento no lo apagara. En la calle, un perro miró hacia arriba, como si supiera contar.

Guardó el papel. Puso agua. Esperó. Cuando el vapor empezó a empañar el vidrio, abrió un poco para que el cuarto respirara. Se sentó sin prisa. Tomó la cápsula con la solemnidad justa de quienes saben que no hay milagros, pero hay rituales que, cada tanto, salvan. Pensó en Cora, que llegaría el sábado con pan y alguna película mala. Pensó en su padre, bajando la persiana. Pensó en el hombre del bar, el del sobre amarillo, desapareciendo si se olvidaba de algo. Pensó, por primera vez en mucho tiempo, en mañana, como una palabra normal, sin promesas ni amenazas.

Y entonces, sin que haga falta más música, apagó la luz. La oscuridad llenó el cuarto de una manera razonable. Desde la ventana entró el ruido paciente de la ciudad. Pese a todo, durmió. Y el sueño, por fin, no fue un pasillo sin góndolas sino un andén con bancos, una fila logística de trenes que llegarían, puntuales o no, pero llegarían. En el andén, alguien había dejado un papelito doblado. No se acercó a leerlo. Lo dejó ahí, como se dejan ciertas cosas a la intemperie para que el clima haga su oficio.

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