TENGO ALGUNOS PRINCIPIOS Y MUCHOS FINALES

Sin mucho ruido

Por wpetina

¿Cómo se le dice a una persona que ya falleció?

Se puede referir a una persona fallecida como difunto, fallecido, finado u occiso. También existen otras formas como muerto, extinto o cadáver (que se refiere al cuerpo sin vida). La palabra que se elija dependerá del contexto y el registro del lenguaje.

Fuente: RAE

Ayer me morí. Y a partir de eso puedo sacar dos conclusiones bastante claras.

La primera: podés verte muerto, y eso, créanme, no es poca cosa. Toda la vida tuve el morbo de saber si uno podía tener esa especie de autopsia espiritual en tiempo real. Ahora lo confirmo: sí, se puede. Y si existe algo parecido a la justicia cósmica, debe ser esto, verte ahí, horizontal, sin poder quejarte ni corregir los errores de tu propio velorio.

La segunda conclusión surge de la escena misma. Me están velando. Y yo, que había pedido expresamente que no lo hicieran. En vida uno se llena la boca con decisiones que después nadie respeta. Es curioso: hasta después de muerto, te siguen desobedeciendo.

Pero viéndolo ahora, tampoco está tan mal. Es una oportunidad —última y gratuita— de ver quiénes se tomaron el trabajo de venir. Si bien yo hubiese elegido otro lugar —algo al aire libre, con árboles y sin esa mezcla de incienso y café quemado—, no me quejo. No quiero decir “más alegre” porque sería un oxímoron, pero un poco de sol no habría venido mal.

Nunca entendí por qué no se puede tener un velorio como un casamiento. Alquilar una quinta, poner el féretro sobre el pasto, brindar por los buenos recuerdos y, de paso, aprovechar para saldar cuentas. Pero claro, a nadie le gusta mezclar el luto con el catering.

Ahora que lo pienso, fui a pocos velorios en mi vida. No por falta de muertos —de esos siempre hay—, sino porque nunca supe qué hacer con las manos ni con la cara. Creo que fui a la misma cantidad de casamientos que de funerales, y en ambos casos con idéntica incomodidad.

Mi funeral, debo admitir, está más concurrido de lo que habría apostado. Tampoco una multitud, pero pensé que importaba menos. Mucho menos. Tal vez algunos vinieron solo para asegurarse de que, efectivamente, me haya ido. Siempre hay alguien que levanta la ceja y dice: “por fin se fue este sorete”. Y no los culpo. No le pude agradar a todo el mundo, ni siquiera muerto.

Convengamos que también existe esa convención de que valemos bastante más de muertos que de vivos.  Aunque se me vienen no menos de cinco caras que contrarían el postulado.

Hay gente que llora de verdad y gente que interpreta el llanto. Los segundos son mis preferidos. Son los que en vida te daban la espalda y ahora practican un dolor actoral, con lagrimeo forzado y un pañuelo que nunca se humedece. Los reconozco al instante. Son como los extras de una telenovela de los 90 que necesitan “las gotitas” para parecer conmovidos.

Me miro: bastaaante bien el cajón. Supongo que lo habrán pagado con mi plata, pero se nota el esmero. Seguramente fue mi hija quien eligió el modelo; tuvo el buen gusto de evitar la cruz tallada en la tapa. Pocas flores, lo cual agradezco, y un clima bastante distendido. Hasta diría que hay un aire de alivio, como si más de uno pensara: “bueno, al menos ya descansa… y nosotros también”.

No puedo quejarme. Y lo digo en sentido amplio: no por esta ceremonia, sino por la vida entera. Qué mejor que hacer un balance ahora que estoy muerto.

Mi vida, si alguien la observa de afuera, no fue nada espectacular, pero tampoco miserable. Un punto medio, que a veces es el peor lugar de todos. Fui un hombre que trabajó, que pagó impuestos, que se casó —quizás por error, quizás por insistencia— y que trató de no hacer demasiado ruido.
Hubo años en los que creí tenerlo todo: un auto en cuotas, un reloj que no usaba y la sensación idiota de estar avanzando. Después vinieron los años de derrumbe, esos en los que todo se desacomoda y uno empieza a darse cuenta de que el “mañana” se achica. Tuve algunos logros, sí, pero también una larga lista de cosas pendientes. Libros que no escribí, viajes que pospuse, conversaciones que callé.

Si me dieran la posibilidad de volver a una escena de mi vida, creo que elegiría un atardecer cualquiera en el balcón de mi departamento, con un whisky y sin apuro. No por nostalgia, sino porque fue de las pocas veces en que no sentí culpa ni prisa. La felicidad, al final, debe parecerse a eso: un instante sin deuda con nadie.

Y sin embargo, algo me duele incluso en esta condición etérea: no haberme animado más. Dejé algunas cosas inconclusas por falta de coraje.  A veces eso mata más que un paro cardíaco.

No sé de qué morí. Infiero que fue un accidente, porque no lo vi venir. Pero como el cajón está abierto, empiezo a sospechar otra cosa. A lo mejor me acosté a dormir y me morí, como mi abuelo. Hermosa muerte, aunque algunos crean en una contradicción.

Lo que falta es música. No mucho, algo suave, de fondo. Yo hubiese puesto “Perfect Day”, de Lou Reed, ese himno a la belleza melancólica—, o “Eleanor Rigby”, esa plegaria por los olvidados. Podrían pasarla bajito, entre los murmullos. Total, a esta altura no hay vecinos a quienes molestar ¿no?.

Están todos. Mi primera mujer y la última, que se saludan con esa cortesía gélida de las personas que se reconocen en un error común. Y vi pasar alguna que otra que anduvo entremedio, como figurante en la película de mi vida. También están mis amigos, los de siempre, los de fierro. Esos sí lo deben lamentar. No tanto por mí, sino por quedarse sin el punto de encuentro que mi muerte les ofrece. Los veo hablando de autos, de mujeres, de causas perdidas… . Como si mi cuerpo ahí en el medio fuera una excusa más para reencontrarse. Y no está mal. Hay funerales peores.

Abundan los lugares comunes: “era una buena persona”, “siempre tenía la palabra justa”, “nunca le hizo mal a nadie”. Mentiras piadosas, claro. Es difícil decir algo original frente a un muerto. Lo mismo pasaba cuando estaba vivo: la gente prefería lo correcto antes que decir lo verdadero.

Mientras los escucho, pienso que quizás la vida no sea más que un gran ensayo general para este momento. Uno pasa años aprendiendo a fingir emociones, a disimular la tristeza, a sonreír en fotos, a parecer ocupado. Y de pronto llega el día en que no hay nada más que fingir. En el fondo, todos los funerales se parecen: un poco de actuación, algo de culpa y una sobremesa sin el protagonista.

Si esto fuera una película, sería francesa, obvio. Una de esas donde parece que casi no pasa nada, pero lo que pasa abruma. Me gusta imaginar que mi historia la firmaría Truffaut: planos largos, silencios incómodos, una voz en off que no busca consuelo. La chambre verte, tal vez, donde los muertos son los únicos que no mienten. O Los 400 golpes, pero al revés: no un chico escapando del mundo, sino un hombre que por fin se libera de él.

Y mientras bajan la tapa del cajón, alcanzo a escuchar a alguien decir:
“Se fue como vivió: sin hacer mucho ruido, pero sin pedir permiso”.
No está mal como epitafio.
Hasta me saca una sonrisa.

Porque al final, morir no duele tanto.

Lo jodido es lo que pasa antes.

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