-¿Por qué a mí? -se preguntó Augusto apenas cerró la puerta del archivo. Se quitó el sobretodo y advirtió que la solapa se estaba descosiendo. En realidad, todo su abrigo gris pedía a gritos que lo jubilen.
-Seguramente me lo merezco -se autoinfligió, una vez más, como lo había hecho tantas otras.
De repente, se vió a sí mismo en la casa de Teresa, su abuela paterna, ese departamento enorme, en Recoleta, que -a esa altura- ya mostraba signos del deterioro económico de la familia Urquiza. El abuelo Edgardo ya había fallecido hacía años y su hijo, a pesar de llevar el mismo nombre y apellido, no pudo sostener la fábrica, con lo que Teresa pasó esos años despojándose de todos sus bienes para seguir subsistiendo.
Pero Augusto era feliz. Quizás, el único momento feliz en todos estos años de vida. ¿Sería por eso que su cabeza siempre se dirigía hacia la misma época? Sus 8 años, la cocina con los muebles blancos donde solamente el tercer cajón de la mesada deslizaba decentemente, los azulejos y esos desayunos de su abuela. Las tostadas bien crocantes con manteca y azúcar, y el aroma a la leche cuando rompía el hervor y subía la espuma. Inclusive, recordaba cuando, a veces, la Tati (como le decían a la nonna) se entretenía en otro ambiente de la casa y él tenía que llamarla a los gritos para apagara el fuego.
Un picor en las rodillas de hoy trajo a su memoria la moquette azul raída en esos pasillos, donde armaba las guerras con sus soldaditos de plomo. Esos que su abuelo le había dejado, aunque él no había tenido oportunidad de conocerlo en vida.
A veces, llegaba su madre a buscarlo y Augusto corría raudo al cuarto del fondo, el que, en algún momento, fue el de su padre y que él utilizaba cuando se quedaba a dormir con su abuela. Allí se escondía, en el placard, entre dos cajas de cartón que nunca se animó a hurgar.
En ocasiones, su abuela le pedía que durmieran juntos. -¿Sabés que pasa, fiaquín? -como lo apodaba Tati-, si te vas al cuarto de tu padre, no te puedo oír si me llamas de noche.
-Sí, Tati, duermo con vos -decía con cierto desinterés, aunque ir a la cama grande de la abuela era la gloria. Muchas veces, se quedaba dormido con la mano protectora de Teresa revolviendo sus rulos. Las almohadas de plumas, el colchón altísimo en el que se hundía infinitamente y ese cobertor de color canela, que lo protegía de cualquier cosa que pasara cuando se tapaba hasta la cabeza, incluso, de aquellos golpes de puerta que ahora oía insistentemente.
-¿Augusto, estás bien?
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Muy bueno Walter! Esperando el cap 4