-¿Le pongo algo más, Don Isidro? -preguntó el verdulero al dejar las papas en la bolsa de la compra que estaba en el piso.
De fondo, se oía -a un volumen inapropiado- las noticias en una radio. El locutor comentaba sobre la desaparición de una nueva persona en el barrio.
-Nada más, querido -dijo la voz cansada del viejo.
Tomó aire como pudo, una vez más, y levantó con su mano izquierda las manijas plásticas. Con la mano derecha, sostenía el bastón de madera caoba que lo venía acompañando en los últimos años.
-¡Hasta mañana, muchachos!
-¡Hasta mañana, abuelo! -le dijeron al unísono Ariel y Rolando, su empleado.
Isidro salió del mercado “La Avenida” y empezó la caminata de vuelta a su casa. Previamente, de todas formas, tenía planificadas un par de paradas.
Traje color marrón, camisa gris, zapatos negros y una gorra que le había regalado vaya a saber quien, vaya a saber donde…
Al doblar la primera esquina, llegó a la florería “El Malvón”, lugar que en otra época había sido una heladería y, mucho antes, un almacén de ramos generales. Todos, locales que el viejo había conocido. Entró y saludó con la familiaridad del que se siente parte del lugar.
-Buenos días, Susana, ¿cómo está usted esta mañana?
-Acá estamos, Don Isidro, preocupada por la noticia de la nueva desaparición en el barrio.
-Sí, es terrible. ¿Y esta vez también se sabe de quién se trata?
-Sí, es Sergio Canale, uno de los empleados del banco. Lo raro, como las otras doce veces, es que los secuestradores no dejan rastros, ni peticiones. Solamente los documentos de la persona tirados en la calle. Es como si quisieran que estuviésemos seguros de que desaparecieron.
-¿Y usted cree que, como los anteriores, no vaya a aparecer? -Isidro lanzó la pregunta al aire sin esperar una respuesta.
-Dios quiera que no. -Cerró Susana.
Compró el clavel blanco de siempre, pagó y salió a la calle nuevamente. Era una mañana de cielo despejado y con unos veinte grados de temperatura; el clima disponía bien para seguir el recorrido.
Hizo otras dos cuadras, cruzó la avenida en dirección al río e, inmediatamente después, se encontró delante de la parroquia Nuestra Señora de la Renunciación.
Subió con alguna dificultad los cuatro escalones que separaban la vereda del portón de entrada y, antes de que apoyara la bolsa con la intención de liberar la mano para empujarlo, el portón se abrió ante él.
Desde adentro, emergió la figura rechoncha del párroco Froilán.
-¿Cómo le va, Don Isidro? Linda mañana para el paseo, ¿no le parece?
-Así es, Padre -respondió un tanto jadeante.
-Pase y siéntese un rato antes de hacer la ofrenda. Se lo nota bastante cansado el día de hoy -le advirtió el clérigo.
-¡Gracias, Padre, así será! ¿Usted se estaba yendo?
-Estaba por ir a tomar un cafecito al bar y hablar con el comisario de las desapariciones, pero dígame, ¿qué necesita?
-Nada, nada -indicó Isidro con más duda que certeza-. Simple curiosidad.
-Nos vemos mañana, hijo mío. Adentro está Manuel, por si necesita algo.
-Gracias, Padre. -Y se despidieron cerrando el portón de la parroquia.
Luego de hacer lo que Froilán le indicó y ya repuesto del trajín, Isidro se acercó a la estatua de San Antonio de Padua para dejar su clavel de todos los días y encender una vela en su nombre. Arrodillándose con dificultad, se hincó delante de la imágen a la que le dedicó varios minutos de devota oración.
Se levantó con la misma dificultad y, al lograr finalmente ponerse de pie, tomó sus cosas y se dirigió a la puerta. Al bajar el último peldaño, el campanario de la parroquia sonó once veces. Isidro pensó para su interior que si no apuraba el paso no iba a llegar a las doce con la sopa hecha. Luego de un instante de meditación, sonrió internamente por tener la certeza de que nadie lo esperaba para reclamarle la demora y emprendió nuevamente el camino a casa.
Saludó prácticamente a todas las personas que se cruzó, hasta llegar a Estonia, donde dobló a la izquierda para encarar el tramo final.
Justo en la mitad de cuadra de la calle Estonia, entre Victoria y Hernandarias, vió en la vidriera de la casa de electrodomésticos el televisor que daba cuenta de la desaparición de Canale y de que el canal de capital enviaría un móvil a cubrir los sucesos al pueblo.
Finalmente, llegó a su casa. La propiedad, en mal estado y abandonada, contaba con techo a dos aguas, jardín al frente y reja baja. Todo mostraba signos de falta de mantenimiento de muchos años. Más precisamente, desde aquel episodio que se llevó la vida de su esposa, Lucía, esa tarde en que él no había regresado de la comisaría por participar en un interrogatorio. Esa misma tarde en que su mujer, a pesar de la lluvia, no quiso esperar más sola en la puerta de la escuela y salió con rumbo a su casa. La misma maldita tarde donde entró en la botica para llevarse su tisana, justo en el momento en que dos chicos estaban cometiendo aquel asalto. Esa sombría tarde en que los nervios le jugaron una mala pasada a uno de ellos y que el arma se disparó por accidente llevándose la vida de esa familia, que no había podido tener descendencia. Luego de eso, Isidro ya no fue el mismo nunca más, o al menos eso pensaban los que más lo conocían.
Corrió el pasador oxidado del lado de adentro y caminó hacia la puerta principal.
A su encuentro salió Demóstenes, el gato gris que era su única compañía. Atravesó el patio y llegó a la cocina donde, con el último aliento, dejó la bolsa sobre la mesada. Abrió la canilla y colocó debajo un vaso para llenarlo con agua que bebió lentamente. Al terminar, lo enjuagó levemente y lo dejo escurriendo al borde de la pileta. Llenó la olla también con agua y la puso en el fuego con la hornalla al mínimo. Mientras se disponía a empezar a pelar las papas, dejó todo sobre la mesa como si hubiese recordado intempestivamente algo que había olvidado antes.
Caminó hacia el patio, en dirección a otra de las habitaciones que estaba en el extremo opuesto a la cocina. Abrió la puerta y, sin encender la luz, se adentró en el cuarto. Dejó el bastón caoba apoyado sobre la mesa de trabajo y se acercó a una bolsa negra que había dejado la noche anterior al lado de la cama de torturas.
Cuando salió con rumbo al jardín de atrás arrastrando la bolsa con el cuerpo de Sergio Canale, pensó que esta vez sí sería la última vez. No por falta de instinto asesino, no por la culpa de la muerte de gente inocente, ni siquiera por haber saciado su sed de venganza con el resto del mundo.
“Ya estoy demasiado viejo para seguir haciendo esto”, pensó.
Tenía 83 años y una “serena pasividad”, según contaron algunos testigos al iniciarse el juicio.