Apagó el televisor instantáneamente. Como si el sonido que salía por los parlantes, con el conductor del programa adulando a la entrevistada de turno…
Apagó el televisor instantáneamente. Como si el sonido que salía por los parlantes, con el conductor del programa adulando a la entrevistada de turno se le hubiese tornado un mensaje del más allá y cada palabra pronunciada, hasta la más insignificante, hasta el monosílabo más inofensivo se incrustara en sus brazos, que ahora suponía estirados hacia ellos, como una esquirla de una explosión no muy lejana.
Reclinó la cabeza hacia atrás en el sillón y se quedó un instante en silencio. ¿Sería un instante o más? Rápidamente miró a su lado y suspiró aliviado cuando entendió que lo que se encontraba apoyado junto al control remoto era su teléfono inteligente.
23:14. Ahí podía seguir la hora sin que el tiempo se le escurra, o sí, pero al menos podía ver como cada minuto se desvanecía en el aire.
“Tengo el control de la situación, no hay de qué preocuparse” se empezó a decir.
De golpe sintió como desde el cuello hacia arriba su cabeza experimentaba una especie de entumecimiento, como ese que pasa cuando uno deja una pierna cruzada por debajo de las nalgas y pretende desandar la posición.
“Como cuando me sentaba encima de la mano derecha para dormirla y después poder pajearme como si lo hiciera alguien más” analizó.
El chequeo de la cabeza siguió por su pelo. Parecía crecer con fuerza hacia arriba, como una planta o arbusto, que encerrado en alguna obscuridad, va en busca del sol…y sentía el tirón en las patillas.
Cuando pensó en incorporarse advirtió que había llegado al verdadero problema de aquella noche. Miró entre la ve corta que formaban sus piernas, observó que sus muslos estaban ¿ensanchados?, siguió por las rodillas y acto seguido se sintió completamente aterrado. Sus piernas se habían reducido. ¿Cuánto? ¡No menos de ochenta centímetros!
Intentó calmarse respirando hondo cuando advirtió que la ventana que daba al balcón estaba cerrada. Deslizó el culo por el sillón hasta llegar al borde y con los ojos bien cerrados dió el salto para bajar. Aterrizó bien y suspiró aliviado.
Se acercó a la abertura, que contaba con dos puertas corredizas de vidrio y abrió la de la derecha. Por seguridad el ventanal contaba con una reja delante para protegerse de alguna irrupción externa con lo cual posó sus pequeños bracitos, que a esta altura naturalmente también se había reducido unos cuantos centímetros, entre los barrotes y respiró como tratando de meter todo el aire que pudiese.
Como la noche estaba fría pudo advertir cómo los pelos de la nariz se erizaban en el cambio de temperatura, pero al mismo tiempo creyó que el aire que podía pasar entre las rejas no sería suficiente.
Se decidió por ir hasta la biblioteca empotrada en la pared que formaba una “L” con la ventana, donde guardaba la llave. Se arrimó hasta el borde y vio la imponente “Torre de Babel” que tenía delante.
Sopesó la idea de ir por una silla, pero evaluó que si quizás se habían achicado sus piernas y sus brazos también su peso se habría reducido, por lo que abriendo la puerta inferior y uno de los cajones, podría trepar y alcanzar la llave.
El único problema que lo mantenía preocupado era el peso de su cabeza el bamboleo que ejercía hacia un lado y al otro. Giro sobre su eje y comenzó a caminar con rumbo al sillón con la idea de chequear la hora, antes de emprender la escalada.
La pronunciada bajada que experimentaba el piso en el corto trayecto que iba desde la biblioteca al sillón, volvió a inquietarlo. Pero era una necesidad saber la hora. 23:19, decía el móvil que de pronto tenía el tamaño del TV.
Giró nuevamente hacia el lado opuesto y enfiló con rumbo a la biblioteca. Abrió la puerta, el cajón, el otro cajón, puso un pie, el otro pie y finalmente alcanzó el estante donde estaba la llave. Repitió la operación a la inversa y llegó nuevamente a suelo firme.
Se acercó a la reja del balcón, cerró los ojos y estiró, estiró y estiró su brazo izquierdo hasta alcanzar la cerradura. Introdujo la llave con cierta dificultad y el golpe entre metales lo dejó por un instante sordo.
Apoyó la cabeza contra la reja y de a poco se repuso. Volvió a estirar su brazo elásticamente y alcanzó la llave que giró dos vueltas y abrió la puerta.
Ganó el balcón de un saltito y repitió la operación de tratar de meterse todo el aire posible en los pulmones.
Sintió un alivio reparador que fue equilibrando su taquicardia al mismo tiempo que iba de a poco recuperando la confianza en sí mismo.
“Tengo el control de la situación, no hay de qué preocuparse” se repitió para sí.
Volvió a meterse en el living y paso a paso fue en busca del pasillo que conducía a su habitación. Un par de veces en ese trayecto y a modo de control, giró su torso para enfocar su mirada detrás de sí y toparse con el lomo de un libro de Bioy o la caja de madera oscura donde guardaba las películas.
Unos metros antes de llegar a la puerta que lo depositaría en la habitación, sintió que le volvía a faltar el aire y deshandó el camino nuevamente hacia el balcón. Al arribar advirtió que había cerrado todo y seguramente dejado la llave en el lugar indicado y lamentó la idea de tener que repetir todo el proceso una vez más…pero lo necesitaba.
Ya con los pulmones cargados, volvió por el pasillo, nuevamente giró tres veces para saber que todo lo pasado había quedado correctamente detrás suyo e ingresó al cuarto.
Dos veces consecutivas se desnudó por completo y se volvió a vestir con toda la ropa que había dejado en el suelo.
Encendió la luz de su velador, descorrió acolchado y sábanas y finalmente, ¿desnudo o vestido?, se acostó.
La decisión de quedarse boca arriba nunca la dudó, a pesar de que cada vez que cerraba los ojos una linterna, tan cerca de su cara que podía sentir el calor, lo bañaba con su luz amarillenta.
Más allá de eso lo que más hizo que le costara conciliar el sueño fue la voz de algún vecino, nunca sabría si del edificio o de alguna propiedad lindera, que daba instrucciones a algún tercero acerca de la combinación de una caja fuerte… 60 a la derecha, 16 a la izquierda, 31 a la derecha. A juzgar por la cantidad de veces que repitió las coordenadas estaba claro que su asistente no terminaba de entender de qué iba el asunto.
En esos pensamientos estaba cuando por fin el sueño llegó a su cabeza y se quedó dormido sintiendo como piernas y brazos recuperaban el tamaño deseado, en aquella noche con final inesperado.