La primera parada, al salir del subte, fue el kiosco de la esquina del estudio. Un paquete de Particulares cortos que abrió antes de abandonar el local.

Una calada profunda sin bajar el primer escalón y, luego de exhalar el humo, empezó a desandar el camino que lo depositaría en su escritorio.

Aplastó el pucho en el cordón de la vereda mientras miraba de reojo a un perro que cagaba en el árbol que está en el ingreso al edificio.

-¡Buen día Augusto!- lo saludó Roxana Salomé.

-Doctora- respondió como quien escucha que le hablan mientras tiene la cabeza sumergida en una pileta de natación.

-Fresquita la mañana- continuó con el mismo ímpetu la abogada, pero él ya no se la siguió.

Cuando pudo observar que se había alejado lo suficiente para no tener que viajar en el mismo ascensor, ingresó al edificio.

Por suerte, no estaba a la vista el encargado que se empecinaría en charlar del partido de anoche, que Augusto no vio no solamente por falta de ganas, sino porque -además- Nora se había apoderado del único aparato de televisión del monoambiente.

Ingresó en el elevador que estaba contiguo a la escalera y presionó el 8 con su mano izquierda pese a ser diestro.

Al llegar a la oficina, pasó el mostrador de ingreso, saludó con un “buen día” a los que creía eran Susana, la recepcionista, y Osvaldo, de comercial, y siguió su camino.

-Ahora que lo pienso bien, me parece que esos dos tienen algo- meditó para sus adentros.

Recorrió el pasillo que conectaba todo el piso desde el ingreso hasta la sala de reuniones y, antes de topar con la pared del fondo, giró a la izquierda, bajó los 26 escalones de la escalera caracol, pasó de largo los baños, volvió a girar -ahora a la derecha- y llegó a la puerta de lo que era su oficina: el archivo.

Al cerrar, le vinieron unos deseos desesperados de gritar.  Abrió grande la boca hasta sentir que se le trababa la mandíbula, achinó los ojos, sacó la lengua, pero no emitió un solo sonido.

Artículo anteriorCata de vino: Martín Bruno
Artículo siguienteGran velada con Carambola
Me llamo Walter Petina, soy argentino, porteño y tengo 48 años. Tengo una hija de 12 años que sin dudas es el máximo logro de mi vida. Se llama Miranda (como el personaje de la “Tempestad”, de William Shakespeare) y, más allá de que sea mi hija, es un ser humano increíble. De chico y gracias a mi viejo, conocí el valor del trabajo y cómo llevar adelante un negocio. Desde hace casi veinte años, soy empresario en el sector del software y el hardware, y dediqué prácticamente toda mi vida laboral a la comercialización de productos. Trato, todo el tiempo, de mantenerme incentivado con nuevos proyectos, porque pensar y hacer nuevas cosas me trae la energía que necesito para levantarme todos los días muy temprano y con muchas pilas. Este blog es un nuevo desafío que encaro con la misma voluntad y dedicación que todo los otros. ¡Gracias!

Contestar

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.