Historias (Ficción)
Ese día, entré corriendo y cerré la puerta detrás de mí, con la certeza de que Hugo no me había podido ver, ni siquiera oír. Sentí cierto escalofrío cuando, por acción de la correntada, la puerta de entrada se me fue de la mano generando un golpe leve contra el marco, pero que yo sentí como la explosión de un cohete a fin de año.
Aquel 12 mayo, me quedé un rato congelado con la mano derecha sobre la puerta, a la altura de la mirilla, y la mano izquierda colgando, extrañando la cercanía al picaporte. En ese momento de incertidumbre infinita, me corrió un sudor frío por la espalda a pesar de que el otoño ya estaba bien entrado. Es que esta es una historia atípica. Quizás alguno, cuando lea estas palabras, podrá pensar que estoy exagerando, que es una locura. Pero si hacen un mínimo esfuerzo, tal vez ustedes también conozcan a alguien como Hugo.
Sin más prolegómenos lo presento: Hugo Zamardi, como dice el resúmen de las expensas, era mi vecino del cuarto “C”. Ah, no lo había mencionado, mi nombre es Sergio Rucci y fui el propietario del cuarto “A”. En aquel entonces, tenía cuarenta y dos y había comprado ese departamento ocho años atrás, con un crédito hipotecario a 30 años. Era visitador médico de un laboratorio de prótesis ortopédicas y, si bien no me quejaba, desde que nos habíamos separado con Laurita y ya no compartía gastos con nadie, la cosa se me estaba haciendo un poco cuesta arriba.
Pero no me quiero distraer de lo que me gustaría contarles, de este manifiesto que escribo ahora, mirando la diminuta ventana de mi celda. Mi historia tiene que ver con Hugo y lo que me llevó a terminar con su vida, aquel 12 de mayo de hace diez años.
Cuando me mudé a la torre, en el cuarto “C” vivía el matrimonio Zamardi, Luis y Eve. Debo decir que una pareja encantadora. Todavía recuerdo, como si fuese hoy, el día que llegamos con Laurita y -estando todavía entre cajas y canastos- oímos el timbre.
Al abrir la puerta, nos encontramos con Eve con una tarta en su mano derecha y una sonrisa digna de las publicidades de fondos de retiro, donde uno puede ver a “viejitos” con una felicidad eterna.
-Esto es para ustedes, mis queridos -dijo sin perder la sonrisa-. Mi especialidad, una tarta de manzana. Soy Eve, del departamento de enfrente. Mi marido Lucho y yo les damos la bienvenida al edificio. Pueden contar con nosotros para lo que necesiten.
¡Espectacular! La tarta y el recibimiento. Y sí, es bueno tener vecinos tan atentos y ellos lo eran. Lástima que toda esta cortesía y deferencia durara menos de un mes.
Transcurrieron unos días, llegó Semana Santa y, con ello, el matrimonio Zamardi y su Fiat 128 colorado se aprestaron a viajar a Miramar, para visitar a su hija Clara y sus 4 nietos. Un pozo en la ruta, casi al llegar a una curva que Luis trató de esquivar; la falta de reflejos del anciano y unos neumáticos que dejaban que desear hicieron el resto.
No nos animamos a acercarnos al velatorio, pero supimos por Nelson -el encargado- que todo fue muy triste. Un par de semanas después de la muerte del matrimonio, ya no recuerdo cuantas, el propio Nelson nos informó que vendría a vivir al departamento de los Zamardi su hijo mayor, Hugo.
En ese momento, recuerdo que pensé con cierta tensión cómo sería cruzarme la primera vez con Hugo. Debo confesar que nunca fui muy dado a palabras justas en circunstancias como esas y supuse que esta no sería la excepción.
Finalmente me crucé con él, una mañana saliendo a trabajar. Sin demasiado esfuerzo ni sagacidad, uno podía saber advertir que Hugo era hijo de Luis. El parecido era inquietante. Tanto en la contextura física, como en sus facciones.
-¡Buen día, vecino!” -fueron las primeras palabras de Hugo aquella mañana en que por primera vez viajamos juntos en el ascensor-. Me presento, soy Hugo Zamardi, el nuevo propietario del cuarto “C”.
-Mucho gusto, Hugo, y bienvenido al edificio. Soy Sergio Rucci y, antes que nada, quería decirle que…
-No diga nada, hombre, son desgracias que pasan. -Me la dejó tan servida que solo tuve que ladear la cabeza a un costado y suspirar.
-Por lo que veo, ¿es usted visitador médico?” -me espetó en la cara al llegar a la planta baja y todavía dentro del ascensor. Mi sorpresa fue mayúscula ya que solo llevaba el traje y mi maletín, lo cual podría indicar que fuese bancario, vendedor de seguros o cualquier otra cosa.
-¿Cómo se dió cuenta? -alcancé a decir.
-Por el portalapiceras que lleva en el bolsillo izquierdo.
Tuve que mirar al interior de mi saco para recordar aquel estuche de color anaranjado que había recibido hacía unos años en un simposio del que fui parte. Esa fue la primera señal del tipo de persona que era Hugo, pero en ese momento no presté atención, o no quise darle más trascendencia de la que tenía. Aquel vecino curioso.
Todo continuó a partir de ese día haciéndose más y más intenso. Era salir a la mañana para el trabajo y, no más abrir la puerta de casa, encontrarme enfrentado a Hugo que, con una sonrisa calcada a la de su madre, me decía:
-¿Parece que nos vamos a trabajar?
Al principio, yo respondía a cada una de sus preguntas con total inocencia. Por ejemplo, en ese caso, mi devolución era:
-¡Así parece! Que tenga buen día, vecino.
En esa época, el recorrido me permitía volver a casa a almorzar. Por lo general, el menú consistía en la comida del día anterior. Y al llegar, recibía la inefable presencia de Hugo.
-¿Le entramos a las milanesas de ayer, Sergito? ¡Enhorabuena!
A esta altura es procedente comentar, sin que esto signifique un atenuante a mi conducta, que nunca fui demasiado dado a socializar con los consorcios donde he vivido. Pero al ser mi primera propiedad, necesitaba participar de las reuniones del edificio, lo que implicaba tener contacto con toda la vecindad como nunca me había pasado. Y el caso de Hugo era excepcional. Hablando de estas reuniones, que por lo general se daban en el palliere de la entrada, no había una sola vez en que Hugo no se parara a mi lado y me hiciera algún comentario sobre algo de mi aspecto o de alguno de los vecinos.
Los cruces se fueron haciendo cada vez más frecuentes y eso me empezó a generar una sensación de ahogo que al principio fue leve, pero con el paso del tiempo se fue intensificando. Todavía hoy recuerdo mi primera discusión con Laura acerca de Hugo y su modus operandi. Claro que ella que no lo padecía y, por supuesto, lo minimizó. No quiero restarnos culpas. Para ser sinceros, la relación nunca llegó a funcionar del todo, pero a la distancia, creo que parte de nuestra ruptura se debió a la presencia de Hugo en nuestras vidas… en mi vida, para ser preciso.
A partir de que Laurita abandonó el departamento, los cruces con Hugo se intensificaron. Claro, yo tuve que salir a hacer todas las compras y eso hizo que las intervenciones aumentasen.
-¿Parece que hoy hacemos sanguchitos? Así me gusta…
Llegó un momento en que empecé a usar tácticas de evasión. Por ejemplo, me sacaba los zapatos cuando traía suela en vez de goma. A veces, subía por la escalera los cuatro pisos para evitar el ruido del ascensor y hasta empecé a llevar un bolso a la compra en vez de venir con bolsas, para que el ruido del nylon no alertara sobre mis movimientos. Miren, cada vez que lograba llegar a casa, poner muy despacio la llave en la cerradura y lograr entrar sin cruzarme con su presencia, era una batalla ganada para mi. Porque claro, esto empezaba a ser una guerra.
Con el paso del tiempo la cosa empeoró. Por esperar a que Hugo abandonara su departamento antes que yo, empecé a llegar tarde al retiro de muestras al laboratorio. Un apercibimiento, luego dos y por último una suspensión. Mi rendimiento bajo ostensiblemente y nunca pude explicarle a mi jefe el porqué. Estaba completamente seguro que nadie me entendería.
-¿Manteca para las tostadas? ¿No sería mejor queso blanco?
-¡Parece que hoy nos pusimos perfume!
-¡Qué bien que cenamos livianito!
-¿Qué tragedia? ¡Ja, ja!
Ja, ja, ja. Cada vez era más y más difícil salir de casa. No más era llegar la hora de la partida, para que me diera un dolor de estómago inexplicable.
Con ese argumento, me ausenté un par de veces del laburo, hasta que el jefe me mandó médico a domicilio, que obviamente no encontró nada más que a un pobre infeliz.
La mañana del jueves 12 de marzo, es decir, dos meses antes del crimen, recibí el telegrama de despido con causa. Debo decirles que no me sorprendió y hasta en primer momento me alivió, porque ya no tendría que cumplir un horario estricto y con eso podría despistar a Hugo… Dicho sea de paso, nunca tuve claro sus horarios, ni que hacía de su vida. Tampoco supe de qué trabajaba y, ahora que lo pienso, nunca, ni por asomo, insinuó la posibilidad de visitarme o que lo visite en su casa. No, su deseo pasaba simplemente por abrir la puerta, cruzarme y ¡soltar sus frasecitas!
-¿Parece que hoy llueve? ¡Bien por ese paraguas!
-Medias al tono. ¡Qué elegancia la de Francia!
-¿Facturitas para el mate?
Llegué a sacar cuentas para ver cómo podía cancelar el crédito y mudarme. Pero en todos los escenarios perdía plata. Y además, ahora ¡no tenía trabajo!
Aquel 12 mayo, me quedé un rato congelado con la mano derecha sobre la puerta, a la altura de la mirilla, y la mano izquierda colgando, extrañando la cercanía al picaporte. Agudicé la mirada de mi ojo derecho y ahí lo ví. Con la sonrisa de su madre pintada en la boca. Listo para soltar alguno de sus comentarios, que caían en mí como la gota de la “tortura china”.
De golpe, todo se puso rojo. Lo siguiente que recuerdo es el tirón que me dió el policía para sacarme el cuchillo de dentro de la palma de la mano y el charco de sangre a mi alrededor. Había terminado con Hugo y sus comentarios incómodos, pero también había terminado con mi vida. Lo otro que rebota en mi cabeza es lo que me dijo el policía al bajar del cuarto piso:
-Me parece que de esta no zafa.