Cuando abrió el portón para meter el auto, eran las 8 de la noche. Así se lo hizo saber el reloj digital que tenía frente al tablero. Apenas miró más allá, advirtió que Martín había dejado la bicicleta en un lugar y de una forma que hacía imposible cualquier maniobra para meter el vehículo. Descendió y caminó hacia la bici para arrinconarla debajo de los estantes de las herramientas.
Fue cuando se dirigía nuevamente hacia la entrada que la vio, en el ángulo que hacía la pared con el techo. Al principio, le pareció una mancha que asemejaba humedad, pero ya estaba oscuro y no había encendido las luces. Se acercó al interruptor, lo encendió y ahí pudo corroborar que se trataba de una mancha de color amarronado, ¿o era otra cosa?
Para evitar cualquier problema de seguridad, decidió meter primero el automóvil y luego definir de qué se trataba eso que estaba estampado en aquella esquina. Una vez el coche estuvo adentro y el portón cerrado, abrió la puerta trasera para sacar de la valija que llevaba detrás de su asiento los anteojos de ver de lejos.
Antes de colocárselos, miró nuevamente hacia donde estaba la mancha y -llámenlo cansancio o sugestión- le dió toda la sensación de que se había desplazado y, es más, que había aumentado de tamaño. Si bien fue un movimiento prácticamente imperceptible, era un movimiento al fin. Y eso lo dejó más que preocupado. Al acomodarse los lentes, advirtió que estaban sucios y si se iba a disponer a revisar esta desagradable vaya a saber qué cosa, necesitaba la mejor visión posible.
Recordó que, en la cocina -que era el primer ambiente de la casa luego de abandonar el garaje- y en el segundo cajón del bajo mesada, guardaban un spray para limpiar vidrios. Al entrar en dicho lugar, pudo advertir que ya había gente en casa porque las luces del living y de los cuartos superiores estaban encendidas, aunque no se escuchaban ruidos. Si bien le llamó la atención, no le dió mayor entidad ya que su preocupación, ahora, pasaba por la limpiar las gafas e ir a revisar la pared del garaje.
Cuando por fin volvió al ambiente y enfocó hacia ese rincón, no pudo creer lo que vio: la mancha había desaparecido. A pesar de contar con buena luz en el lugar, corrió a buscar su linterna al estante de las herramientas para poder enfocar y comprobar lo que para él ya era una certeza. “¿El cansancio del día le habría jugado una mala pasada?”, pensó para sí; pero inmediatamente se dió vuelta y la vio. La mancha ahora estaba debajo del auto, cerca del neumático delantero del lado del conductor.
“Evidentemente se trataba de cualquier cosa menos de una mancha”, pensó un instante y entró nuevamente en la casa en busca de algo, como una bolsa o unos guantes, algo que le permitiera tomar esa “cosa”, pero sin usar sus manos de forma directa. Al ingresar, ahora, por el pasillo que conducía al living, atinó a acercarse al pie de la escalera que llevaba a los cuartos y a llamar en busca de algún habitante más de la casa. Si esto se movía, quizás necesitara de otra persona que se pusiera al otro extremo del auto para atajarlo.
Llamó en vano a Estela, su mujer; a Patricia, su suegra; y a su hijo, Martín. Nadie le contestó. -¡Por qué dejarán las luces prendidas si se van a ir!, se indignó en voz alta.
Dio la vuelta sobre sus pasos y entró en la cocina donde se hizo de los guantes que se usan para lavar los platos. Pero al volver al garaje, la escena se repitió nuevamente y eso que ahora llamaba para sus adentros “la cosa” había vuelto a desaparecer.
A esta altura fue que comenzó a ganarle la angustia y la incertidumbre casi en la misma proporción. Se acostó boca abajo en el piso, al costado del auto, para observar con la linterna por debajo. Nada de nada. Hizo un paneo a todo el ambiente y tampoco. Tomó aire profundamente y decidió tranquilizarse y entrar en la casa.
Dejó los guantes en la cocina, se sacó los zapatos, como hacía siempre antes de subir y pisar la alfombra del primer piso, y decidió que -aprovechando la soledad- se iba a dar un baño de agua caliente que le vendría perfecto antes de la cena.
Al llegar a la planta alta, de frente a la escalera, lo primero en aparecer era su despacho, que permanecía con la puerta cerrada. Al girar la cabeza hacia la derecha, comprobó que no solo estaba encendida la luz del pasillo, sino que -además- había una luz parpadeante en el cuarto de Martín. Caminó los pasos que lo separaban de la habitación de su hijo y, al llegar a la puerta, lo encontró sentado en su escritorio. Lo llamó desde la entrada: -“Martín… Martín”…
Al no contestar advirtió lo obvio. ¡Llevaba sus auriculares puestos! Se acercó para advertirle y al tomarlo del brazo, el cuerpo de su hijo se desplomó hacia un costado, yendo a parar al piso. Lo primero que le salió fue un “¡No!” gutural. Luego lo dió vuelta y comprobó que estaba rígido. Su piel, además, completamente pálida y sus ojos en blanco. Retrocedió espantado y salió del cuarto, rumbo a su dormitorio. Al entrar encontró a Estela, con la mano derecha colgando, con su cepillo de pelo entre los dedos.
-¡Dios mío, qué horror! ¡Esto es una pesadilla! -Se golpeó la cabeza con la intención de despertar.
En ese instante, empezó a mirar paranoico a su alrededor y recordó que aún le quedaba el cuarto de su suegra, que estaba por el pasillo detrás de la habitación del matrimonio. Allí encontró a Patricia, montada en la bicicleta fija, mientras de fondo sonaba una publicidad en el televisor, tan muerta como los otros dos integrantes de su ahora terminada familia.
Salió corriendo escalera abajo, llevado por una marcha casi robótica, con la idea de ir en busca de algún vecino, de llamar a la policía o vaya a saber de qué… Regresó al garaje, se subió a su auto y le dio arranque. Fue cuando advirtió cómo su mano sobre las llaves iba tomando un color amarronado. En esa posición lo encontró la policía cuando llegó a la propiedad, alertada por un vecino que dijo sentir un persistente olor a gas en la casa lindera.